FRANCISCO I, Papa, El nombre de Dios es Misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli

Mariano Ruiz Espejo

partiendo de todo lo anterior, no deja de ser crítica, partiendo de la clarificación de los conceptos envueltos en esta forma teológica a partir de los autores y afirmando que “esta estética solo es verdaderamente teológica cuando corresponde a una metafísica teológica” (340). Todo este análisis le hace concluir (Conclusión, pp. 341-342) que la diversidad propia de los discursos filosóficos y, también, teológicos que presenta la cultura postmoderna no puede ser obviado, sino que siguiendo lo expuesto por Gaudium et spes y que ha servido de luz en el celemín de la obra, implica tener en cuenta que “el desafío de la postmodernidad, en sus diversas configuraciones, es, sin duda, el gran desafío de nuestro tiempo” (p. 341), puesto que “la atención y vigilancia, de modo ponderado y crítico, a la humanidad vuelta vulnerable en cada ser humano, es la exigencia que ningún creyente puede obviar, bajo la pena de renegar de su fe –aunque ilusoriamente pretenda mantenerla ilesa” (p. 342).

La editorial Sígueme ha realizado una apuesta inteligente para hombres inteligentes, para creyentes comprometidos con el tiempo actual, en el que conviven tradición, secularización, postecularización y un nuevo tiempo que se vislumbra pero no termina de abrir. Además nos brinda la oportunidad de conocer el trabajo teológico de nuestros hermanos portugueses, de su profundidad de análisis de su universal concepción de la teología, y ello desde una traducción (realizada por el profesor Manuel Lázaro Pulido, doctor en Filosofía y licenciado en Teología Fundamental) que ha puesto al día, a su vez, las referencias bibliográficas cuando ello ha sido pertinente. Un libro, sin duda, a no olvidar y recomendable.

Consejo de redacción

FRANCISCO I, Papa, El nombre de Dios es Misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli, Barcelona, Editorial Planeta, 2016, 24 x 16 cm, 143 pp., ISBN: 97884-08-15092-3.

Este libro recoge reflexiones suscitadas por la conversación del Papa Francisco y el periodista Andrea Tornielli, que fue traducida por María Ángeles Cabré para la presente edición en lengua castellana o española.

Entre las muchas reflexiones del Papa vamos a indicar algunas de ellas llenas de sabiduría comentando textos de la escritura sagrada o bien de sus experiencias pasadas por un proceso de maduración para ofrecernos los frutos sabrosos que podemos degustar a lo largo de la lectura del libro.

La misericordia de Dios es “una gran luz de amor, de ternura, porque Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia” (p. 17).

“La medicina existe, la cura existe, siempre y cuando demos un pequeño paso hacia Dios… O cuando tengamos al menos el deseo de darlo”… El corazón misericordioso de Dios hace todo lo posible para llegar al pecador, no descuida grieta alguna para poder dar el perdón… nos basta dar un paso hacia Él como hizo el hijo pródigo… y si no tenemos la fuerza de hacer ni siquiera esto porque somos débiles, nos basta al menos tener el deseo de hacerlo (pp. 19-20).

Hasta sentir no estar arrepentido es la pequeña grieta que permite al cura misericordioso dar la absolución (p. 21).

La centralidad de la misericordia representa el mensaje más importante de Jesús… Sí, creo que éste es el tiempo de la misericordia (p. 26).

“La Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia en lugar de empuñar las armas del rigor” (san Juan XXIII)… la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia, el más maravilloso atributo del Creador y del Redentor, y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia (san Juan Pablo II)… “La misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico…” (Benedicto XVI), (p. 27).

Misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos (p. 29).

La misericordia está profundamente unida a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel porque no puede renegar de sí mismo (Timoteo 2, 13), (p. 30).

Nuestro tiempo y esta humanidad tienen tanta necesidad de misericordia porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas (p. 36).

El drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado (Pío XII), (p. 37).

Ser un confesor es una gran responsabilidad (p. 38).

“Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados; aquellos a los que no se los perdonéis, no serán perdonados” (cf. Juan 20, 19-23), (p. 41).

Hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia (p. 43).

Sin la misericordia, sin el perdón de Dios, el mundo no existiría, no podría existir… el pecado es más que una mancha. El pecado es una herida, hay que curarla, medicarla. Por eso usé esa expresión: intentaba evidenciar que ir a confesarse no es como llevar el traje a la tintorería (pp. 45-46).

En el diálogo con el confesor hay que ser escuchado, no ser interrogado. Además, el confesor dice lo que debe, aconsejando con delicadeza. Esto es lo que quería expresar hablando de que los confesionarios no deben ser jamás cámaras de tortura (p. 47).

Cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho (p. 48).

Cuando pecamos debemos sentir disgusto de nosotros mismos, pues los pecados disgustan a Dios… reconocernos pecadores es una gracia. Es una gracia que te viene dada (p. 50).

Es realmente una gracia [reconocernos pecadores] que se debe pedir (p. 51).

Él no quiere que nadie se pierda. Su misericordia es infinitamente más grande que nuestro pecado, su medicina es infinitamente más poderosa que la enfermedad que debe curar en nosotros… siempre he dicho que el Señor nos primerea, es decir, que nos precede, que se nos anticipa. Dios nos aguarda, espera que le concedamos tan solo esa mínima grieta para poder actuar en nosotros, con su perdón, con su gracia. Solo quien ha sido tocado, acariciado por la ternura de la misericordia, conoce realmente al Señor… Estamos frente a un Dios que conoce nuestros pecados, nuestras traiciones, nuestras negaciones, nuestra miseria. Y sin embargo, está allí esperándonos para entregarse totalmente a nosotros, para levantarnos… El solo hecho de que una persona vaya al confesionario indica que ya hay un inicio de arrepentimiento, aunque no sea consciente. Si no hubiera existido ese momento inicial, la persona no hubiera ido (pp. 52-54).

¿Por qué somos pecadores? Porque existe el pecado original (p. 58).

El Padre ha sacrificado a su Hijo, Jesús se ha rebajado, ha aceptado dejarse torturar, crucificar y aniquilar para redimirnos del pecado, para curar aquella herida… Para que Él nos llene con el don de su misericordia infinita debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío, nuestra miseria… No podemos ser soberbios (pp. 59-60).

La Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad. Dice: “Esto es un pecado”. Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, se acerca a él, le habla de la misericordia infinita de Dios (p. 64).

Precisamente porque existe en el mundo el pecado, precisamente porque nuestra naturaleza humana está herida por el pecado original, Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros, no puede más que revelarse como misericordia… Ningún pecador humano, por muy grave que sea, puede prevalecer sobre la misericordia o limitarla (p. 65).

Siguiendo al Señor, la Iglesia está llamada a difundir su misericordia sobre todos aquellos que se reconocen pecadores, responsables del mal realizado, que se sienten necesitados de perdón (p. 66).

La misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la necesidad (p. 69).

En cambio, la medicina existe, la cura existe, tan solo si damos un pequeño paso hacia Dios o tenemos al menos el deseo de darlo… Ninguno de nosotros puede hablar de injusticia si piensa en las muchas injusticias que ha cometido él mismo frente a Dios (p. 70).

Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose las heridas… mientras estemos vivos es siempre posible volver a empezar, siempre y cuando permitamos a Jesús abrazarnos y perdonarnos (p. 72).

… Estas personas [gays] deben ser tratadas con delicadeza y no deben ser marginadas… Yo prefiero que las personas homosexuales vengan a confesarse, que permanezcan cerca del Señor, que podamos rezar juntos… la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios (p. 74).

… Lo importante es volver a menudo a las fuentes de la misericordia y de la gracia

(p. 75).

… Vemos que Jesús no permanece indiferente, sino que experimenta compasión, se deja implicar y herir por el dolor, por la enfermedad, por la necesidad de quien encuentra en el camino… Por su propia cuenta y riesgo se acerca al leproso, lo reintegra y lo cura. Y nos hace descubrir un nuevo horizonte, el de la lógica de Dios que es amor, un Dios que quiere la salvación de todos los hombres. Jesús ha tocado al leproso, lo ha reintegrado a la comunidad… Haciendo esto nos enseña a nosotros qué debemos hacer, qué lógica seguir frente a las personas que sufren física y espiritualmente (pp. 77-79).

… Sin caer jamás en la tentación de sentirnos como los justos o los perfectos… evitando la actitud de quien juzga y condena desde la atalaya de su propia seguridad, buscando la paja en el ojo ajeno sin ver nunca la viga en el propio (p. 80).

“El Señor ama tanto la humildad que, a veces, permite pecados graves. ¿Por qué? Porque los que han cometido esos pecados, tras haberse arrepentido, pasan a ser humildes” (Juan Pablo I), (p. 82).

“Tú, dueño de la fuerza, juzgas con clemencia y nos gobiernas con mucha indulgencia […]. Actuando así has enseñado a tu pueblo que el justo debe amar a los hombres; además has llenado a tus hijos de dulce esperanza, pues Tú concedes después de los pecados la posibilidad de arrepentirse” (Sabiduría 12, 18-19), (p. 87).

Con la misericordia y el perdón, Dios va más allá de la justicia, la engloba y la supera en un evento superior en el que se experimenta el amor, que está en la base de una verdadera justicia (p. 88).

La misericordia y el perdón son importantes también en las relaciones sociales y en las relaciones entre los Estados (p. 89).

Con la misericordia, la justicia es más justa, se realiza realmente a sí misma. Esto no significa tener la manga ancha, en el sentido de abrir las puertas de las cárceles a quien se ha manchado con delitos graves. Significa que debemos ayudar a que los que han caído no se queden en el suelo (p. 90).

La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos (p. 91).

El corrupto, en cambio, es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su doble vida escandaliza… El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más (p. 92).

El pecador, al reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o se adhiere, es falso. El corrupto, en cambio, oculta lo que considera su auténtico tesoro, lo que le hace esclavo, y enmascara su vicio con la buena educación, logrando siempre salvar las apariencias (p. 93).

Debemos repetirlo: ¡pecadores sí, corruptos no! (p. 95).

¿Por qué Dios no se cansa nunca de perdonarnos? Porque es Dios, porque Él es misericordia, y porque la misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios…

Pedir la gracia de reconocernos pecadores, responsables de ese mal (p. 96).

“Donde abundó el pecado, abundó la gracia” (Rm 5, 20), (p. 97).

La familia es la primera escuela de los niños, es el punto de referencia imprescindible para los jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. Añado que la familia es también la primera escuela de la misericordia, porque allí se es amado y se aprende a amar, se es perdonado y se aprende a perdonar (p. 98).

La misericordia es divina, tiene más que ver con el juicio sobre nuestro pecado. La compasión tiene un rostro más humano (p. 101).

Jesús envía a los suyos no como titulares de un poder o como dueños de la Ley. Los envía por el mundo pidiéndoles que vivan la lógica del amor y la gratuidad. El anuncio cristiano se transmite acogiendo a quien tiene dificultades, acogiendo al excluido, al marginado, al pecador (pp. 103-104).

Gratuitamente hemos recibido y gratuitamente damos. Estamos llamados a servir a Jesús crucificado en cada persona marginada (p. 107).

Al acoger al marginado que tiene el cuerpo herido, y al acoger al pecador con el alma herida, se juega nuestra credibilidad como cristianos (p. 108).

Finalmente en el libro se incluye el texto completo de la Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: Misericordiae Vultus.

Un magnífico libro para creer en la misericordia de nuestro Salvador y Señor Jesús, para que confiemos en su Iglesia, y seamos conscientes y responsables de nuestros pecados para una vez perdonados nos acerquemos a los sentimientos del Señor que deben ser los nuestros.

Mariano Ruiz Espejo Universidad Católica San Antonio de Murcia

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