Doi:
https://doi.org/10.17398/2340-4256.15.387
“Lo propio del hombre”. Apuntes de antropología
ratzingeriana
“What is proper to man”.
Notes on the Anthropology of Ratzinger.
Sara
Gallardo González
Universidad Católica de
Ávila
Elena Martín Acebes
Pontifical
John Paul II Institute — Catholic University of America
Recibido: 26/12/2018 Aceptado: 24/04/2019
Resumen
En las reflexiones recogidas en este artículo deseamos
esbozar los elementos del misterio del hombre presente en el corazón y la
teología de Joseph Ratzinger. Se mostrará que el amor es una de las claves que
permite al hombre conocerse y comprenderse a sí mismo con relación a otros y a
Dios. Desde esta categoría, Ratzinger ilumina la esencia del hombre y presenta
una perspectiva más profunda de su realidad.
Palabras clave: Hombre, amor, relación, libertad.
Abstract
In the reflections collected in this article we
want to outline the elements of the mystery of man present in the heart and
theology of Joseph Ratzinger. It will be shown that love is one of the keys
that allows man to know and understand himself in relation to others and to
God. From this category, Ratzinger illuminates the essence of man and presents
a deeper perspective of his reality.
Keywords: man, love, relationship, freedom.
Introducción:
una clave de lectura ratzingeriana para entrar en el misterio del hombre
“«Dios es amor y
quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Estas palabras expresan con
claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y
también la consiguiente imagen del hombre y su camino”[1].
En las reflexiones que presentamos bajo el título de
apuntes de antropología ratzingeriana, deseamos esbozar los rasgos del misterio
del hombre presente en el corazón y la teología de Joseph Ratzinger, a la luz
del misterio de Dios, que permitan iluminar la vida concreta de cada persona y
sobre todo, discernir aquello que le permite a ir más allá de sí misma para ser
plenamente humana o aquello que es contrario a su más íntimo ser.
“Lo propio del
hombre” apunta a lo propio de Dios como su Hacedor: “lo propio de Dios es hacer. Lo propio del hombre, dejarse hacer”
(san Ireneo de Lyon, sermón 243), porque en toda obra se expresa el que la ha
hecho. Pero además, el hombre necesita siempre redescubrir su identidad
volviendo al origen de su ser, dejándose
hacer, reconociendo su condición de criatura, de existencia recibida y
receptiva, es decir amada de forma absolutamente gratuita. Todo esto indica que
una clave fundamental desde la que el hombre comprende profundamente su
existencia y descubre el sentido de su vida, es el amor. Esta clave está
presente como un hilo conductor en las consideraciones antropológicas que aquí
y allí pueden espigarse de los textos de Ratzinger previos a su elección como
papa. Si el hombre está hecho a imagen del que se llama a Sí mismo amor, sólo
bajo la luz del amor puede quedar iluminada adecuadamente la realidad de la
única criatura de la tierra que Dios ha amado por sí misma[2]. Por ello, el texto de la primera encíclica de
Benedicto xvi continúa así: “el amor de Dios por nosotros es una cuestión
fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y
quiénes somos nosotros”[3].
Como se verá después, podríamos decir ya que el amor,
primariamente recibido y que solicita
respuesta, es la clave que le permite al hombre conocerse y comprenderse a sí
mismo en relación a los otros, al Otro. Podríamos expresarlo también de otra
manera, indicando que la condición humana –al ser imagen de Dios– tiene como
clave de interpretación el sentido de relación, dependencia y heteronomía,
hasta el punto de que al hombre el ser conocido y amado le hace crecer en el
ser[4]. Esto significa también que el sentido de nuestra
vida es un don que primero hemos de acoger y después descubrir para responder a
la llamada que ese don nos hace. En el actual mundo neoliberal regido por el
cálculo de producción, que hace de nuevo del hombre un medio en el mecanismo de
producción, pero de forma más dañina, porque sucede con la apariencia de una
decisión libre de los individuos[5], se sospecha y se hace casi imposible creer en un
amor ofrecido de forma tan absolutamente gratuita. El Egipto que explota al hombre de esta época bajo la tiranía del
cálculo productivo neoliberal se llama la expulsión de lo distinto, como ha
escrito Byung-Chul Han[6]. Esta
expulsión procede de una rebelión contra lo que, sin contar con nosotros, se ha
hecho por nosotros, una “rebelión contra
la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de
ninguna parte (materialmente hablando), [y que el hombre] desea cambiar, por
decirlo así, por algo hecho por él mismo”[7].
Las raíces de este contexto cultural actual son
analizadas por Rémi Brague de forma erudita pero sencilla a la vez en su libro Lo propio del hombre: el hombre ve a
Dios (cuando todavía lo ve) como envidioso del hombre, su antagonista[8]. La experiencia de un amor absolutamente gratuito por
parte de quien no necesita nada del hombre, ni por tanto lo envidia, porque
todo es suyo en cualquier caso, es un mensaje absolutamente inesperado y
liberador. Ante tal modo mezquino, absurdo, suicida, antagónico, de ver al
mundo y verse a sí mismo, contrasta el exceso con que Ratzinger define este
amor, un amor que se desborda y que muestra sus huellas en la exuberancia de la
realidad. Como escribía Boecio ante quienes ven en Dios un demiurgo cruel o
incompetente: “¿De dónde vienen las cosas
malas, si hay un Dios? ¿De dónde vienen las buenas, si no lo hay?”[9]
En la Introducción
al Cristianismo habla incluso de una “ley de la sobreabundancia” como
definitoria del amor verdaderamente divino y sobrenatural. No sólo la creación,
la salvación que revela la fe cristiana, sólo a un Dios podría habérsele
ocurrido: que Él mismo sea quien se entregue, para salvar esa mota de polvo que
es el hombre. ¡Quién concebiría a un Dios dispuesto a humillarse a tanto!
“A quien es calculador le parece absurdo que Dios sea
generoso con el hombre. Sólo quien ama es capaz de entender lo absurdo del
amor. La ley del amor es la entrega, sólo cuando es excesivo es suficiente. Si
es cierto que la creación vive del exceso, si el hombre es un ser para quien el
exceso es necesario, ¿nos puede extrañar que la revelación sea puro exceso y
que por tanto sea lo necesario, lo divino, el amor que da sentido al universo?”[10]
En estas páginas, queremos iluminar la esencia de lo
humano, su naturaleza, su ser personal, desde la categoría del amor, que a
nuestro juicio descubre nuevas y más profundas perspectivas de la realidad que
es el hombre. Esta fuente del amor, que mana y corre, esta corriente es siempre
la misma pero siempre nueva.
I. El amor
ya recibido y el drama del hombre
“La historia en conjunto es la lucha entre el amor y
la incapacidad de amar, entre el amor y la negación del amor. Es lo que
continúa sucediendo hoy cuando la afirmación de la autonomía del hombre se
lleva hasta el extremo de decir: «yo no quiero amar, porque me haría
dependiente y eso se opone a mi libertad». Amar significa, de hecho, depender
de algo que tal vez me pueden quitar y, por tanto, es añadir el riesgo de un
sufrimiento a mi vida. Ahí radica, manifestado o no, el rechazo”[11].
La vida del hombre puede considerarse un renglón
escrito de una declaración de amor. Pero esa carta ya escrita con el acto creador,
no puede leerse ni completarse sin reconocer que nadie debe su existencia a sí
mismo, sino a otros. San Agustín ha comprendido que esto es lo primero que
tiene lugar en la vida del hombre: el regalo de su propio ser, el don de la
propia existencia. Pero como esta donación es recibida por el hombre de forma
inconsciente, natural, se requiere pensar a través de la memoria, reflexionar,
pues “pensar es agradecer”[12]. Podríamos glosar ligeramente al santo para concluir
que la propia existencia proclama: «eres amado».
¿En qué medida y, sobre todo, por qué esta conclusión,
sobre la que Ratzinger insistirá, y nosotros tenemos que volver, no resulta
evidente para muchos hoy? Apuntaba él arriba a una razón, quizá la definitiva:
la lucha entre el amor y la negación del amor reviste hoy la forma de la
actitud con que valoramos la autonomía. Ser autónomo es lo contrario de
reconocerse dependiente. Sin embargo, recibir de otro un don –ser amados– nos
vincula a la persona que nos ama, nos hace dependientes. He aquí el drama de
hombre actual: debe dejarse amar,
debe querer ser amado, debe creer en el amor. Ya en una conferencia
de 1970 escribía Ratzinger: “siempre en
todas las estructuras los hombres seguirán viviendo gracias al amor que reciban
y les dé un sentido; ninguna reforma y ninguna revolución harán superfluo este
regalo”[13]. Y en las confidencias que bajo el título Últimas conversaciones con Peter Seewald,
han sido publicadas tras su renuncia vuelve a ello con cálido énfasis: “He cobrado creciente conciencia de que ser
amado y devolver amor a otros es fundamental para poder vivir, para poder
decirse sí a uno mismo y poder decir sí a los demás”[14].
Sin decir sí al otro en la receptividad de su amor, se
vuelve finalmente imposible decirse sí a uno mismo y a los demás. La falta de
fe, la desconfianza respecto de los vínculos, que se consideran amenazas y
límites para el yo, está presente por ejemplo en Marx. En él el don de la
naturaleza se considera un límite, una dependencia. Por eso casi identifica la
lucha contra la naturaleza con la liberación del hombre[15]. La escatología marxista no conoce ninguna naturaleza
sino sólo hechos para salvar al mundo, es decir nada previo a nuestra voluntad
(!). Por eso es profundamente verdadero que “sin la fe, que es para nosotros expresión definitiva del tener que
recibir del hombre y de la insuficiencia de su obra, el amor se convertiría en
una obra hecha con las propias fuerzas”[16]. No es casual que, como el nihilismo existencialista,
que ve al hombre como pura existencia sin esencia, tanto Sartre como Marx
nieguen teóricamente la naturaleza humana y se confíen únicamente a su
libertad, a su hacer[17].
Por otra parte, Pieper ha apuntado que Sartre ve claro
que la existencia humana es precisamente “por
definición, lo no necesario. Lo que existe es algo con lo que uno se encuentra,
pero no se deja nunca deducir”[18]. Esta constatación de la contingencia de la
existencia le conduce, paradójicamente, hacia una involuntaria prueba de la
existencia de Dios (el argumento ex
contingentia mundi), que cabría expresar así: o bien Dios no existe y la
existencia es absurda (en realidad no podría existir nada), o bien existir es
provenir de un acto de libertad enteramente gratuito porque es amor creador.
Sólo al acoger el don –aquí de la naturaleza humana– el hombre puede decirse sí
a sí mismo y a los demás. Su humanidad se reconoce o se destruye según esta
clave hermenéutica de la relacionalidad[19]. La propia lógica del existencialismo sartriano, que
nace como el “intento de sacar todas las
consecuencias de una posición unitariamente atea”, al afirmar la realidad
no necesaria de la naturaleza humana, nos permite estar en condiciones de
reconocer la existencia de un Creador como fuente del ser y del sentido de lo
que crea[20]. Es el argumento citado de Boecio.
En definitiva, la falta de necesidad de lo humano, de
lo real, parece que no puede interpretarse más que como absurdo o como acto
magnánimo de la libertad divina que crea por puro amor. En la Introducción al Cristianismo, se vuelve
sobre la constatación de la contingencia para introducirnos en la lógica del
amor como la única que puede iluminar la existencia del hombre, como hemos
indicado. Ser amado, decíamos, es lo más necesario para el hombre, y sin
embargo, “lo más necesario […] es lo más
libre”[21]. “Lo
contingente, lo exterior, es lo necesario para el hombre; su ser íntimo se abre
cuando acepta algo que viene de fuera”[22].
II. Amor
que se descubre: la naturaleza humana como don “entre dos libertades”
Pasemos ahora a considerar la noción de naturaleza humana
que presenta Ratzinger desde la categoría de la persona con que trata de
superar antiguos y reducidos esquemas. Lo hacemos para ver con mayor claridad
que, incluso en la reflexión sobre la naturaleza se halla inserto el diálogo
entre el amor ofrecido y la libertad humana que lo acoge o lo rechaza, tal como
nos lo propone Ratzinger desde escritos tempranos.
La naturaleza humana se ha contrapuesto erróneamente a
la libertad –ya se han visto algunas razones–, como si naturaleza y libertad
existieran antagónicamente y la naturaleza fuera la dimensión ahistórica o fija
del hombre, y únicamente su libertad se desplegara temporalmente. Pero San
Buenaventura ha desarrollado una noción de naturaleza humana, partiendo de una
posición más existencialista, si queremos llamarla así anacrónicamente, que
ilumina profundamente lo que venimos diciendo acerca del amor como clave de
interpretación del hombre y de la naturaleza humana como escenario de ese
diálogo entre Dios y el hombre. Podríamos llamar también a su posición
personalista, quizá menos equívoca y que es como la denomina Ratzinger. Vamos a
seguir la exposición que este hace en un artículo titulado “Gratia præsupponit naturam. Consideraciones sobre el
sentido y los límites de un axioma escolástico”, de 1962, y que ya hemos citado, en el contexto de la discusión
teológica sobre el lugar de la gracia en la naturaleza humana y las
interpretaciones opuestas del protestantismo, que rechaza la naturaleza por el
pecado original, y el catolicismo, que defiende que la gracia presupone la
naturaleza.
El axioma escolástico tiene un claro sentido
ontológico, donde la naturaleza es “lugar ontológico de la gracia”, que es la
acción de Dios en una criatura ya existente, y también puede abordarse el
sentido bíblico de «naturaleza» y «natural». Sólo nos interesa el examen de la
noción en el primer sentido, por el cual según Buenaventura la gracia no es una
sustancia, sino un acontecimiento que tiene como soporte la naturaleza. “Gratia præsupponit naturam sicut accidens præsupponit subiectum”,
afirma el santo[23]. En este caso, la naturaleza carece de valor moral, en este sentido no
hay más o menos bondad en ella y el obrar divino es libre en su actuar,
concediendo más dones a los de naturaleza menos dotada o viceversa.
Buenaventura distingue entre el curso
natural y el curso milagroso o
maravilloso de los hechos, cuando Dios interrumpe con su obrar el primero. El
orden que rige cada uno sería el de la naturaleza y sus leyes, en el primer
caso, y el de la libertad de Dios en el segundo. Lo interesante es que
realmente son tres los decursos que distingue Buenaventura: el cursus naturalis, el cursus voluntarius y el cursus mirabilis, de modo que el hombre
está entre la naturaleza pura y la actividad reveladora de Dios. Por eso, en la
criatura humana cabe encontrar tres tipos de comportamientos, cada uno de los
cuales tiene un ámbito de realidades y conocimiento propio[24]:
comportamiento natural |
comportamiento voluntario |
comportamiento milagroso o sobrenatural |
a natura (hábito innato) |
a libero arbitrio (adquirido) |
a Deo (infuso) |
res naturales |
humana secreta |
divina mysteria |
cognitio naturalis |
Detectio |
superna illustratio |
Lo que nos
permite ver este esquema es que en la antropología de San Buenaventura,
naturaleza y comportamiento voluntario están separados en el hombre. El
carácter personal del hombre no queda
dentro del concepto general de naturaleza, sino que se sitúa en un orden
propio, entre la actividad divina y la mera naturaleza. Con esta importante
afirmación, Ratzinger apunta ya a uno de los rasgos más esenciales del hombre
como persona (o como espíritu, que en este contexto sería equivalente). Si la
naturaleza del hombre excede el orden de lo natural es porque el espíritu del
hombre, el hombre como persona tiene como característica esencial la salida de
sí, el diálogo y la libertad. El hombre como hombre supera la naturaleza, es
hombre en la medida en que está más allá de sí mismo.
“Con el espíritu del hombre se abandona el espacio de
la mera naturaleza. Un espíritu meramente natural es impensable; es una
característica esencial del espíritu no poder permanecer en sí mismo. Tiene que
estar sostenido por aquello que es más que él mismo: lo «sobrenatural»”[25].
Si como acaba de decirse la categoría de la persona
humana es la libertad, es evidente
que carece de sentido oponer naturaleza humana y libertad. Más aún, si para
determinar la naturaleza del hombre es imprescindible la libertad del espíritu,
entonces tampoco se puede prescindir de su historia. “Una naturaleza humana sin historia no existe”[26]. Esto es lo que le permite a San Buenaventura desarrollar
su doctrina sobre el pecado original como algo ligado a la libertad y que marca
la naturaleza.
Un aspecto más nos revelan las reflexiones de San
Buenaventura, que es a donde queríamos llegar. Cuando él habla de la naturaleza
no lo hace sólo desde abajo, sino también desde la perspectiva de Dios. En ese
sentido, toda naturaleza es gracia[27] –la idea agustiniana con que iniciamos estas
páginas–, luego en el fondo el cursus
naturalis es también cursus
voluntarius. La conclusión formulada por Ratzinger en este artículo evoca
algunos pasajes de su Introducción al
Cristianismo: “La naturaleza entera,
en su más profunda intimidad, es producto de una voluntad, está estructurada
por la voluntad primigenia creadora, gracias a la cual se mantiene”[28].
Esto significa algo muy importante. La naturaleza
humana se encuentra entre dos libertades: la de Dios y la del hombre. Y esto
marca la peculiar historia del hombre, de la que hablábamos al iniciar esta
primera parte, en esa relación del hombre con su Creador: por un lado se da la
llamada de Dios a que el hombre salga de sí y alcance su auténtico ser, por
otro lado se da el rechazo del hombre que “no
quiere ser más que hombre, que se niega a salir de sí mismo, con lo que falsea
su propio ser”[29]. ¿No dijimos que lo característico de la persona es
ir más allá de sí misma, en el diálogo y la libertad?
¿Qué conclusiones nos permiten formular estas
consideraciones, que tengan relevancia para la situación actual? Nos permiten
ver desde una perspectiva distinta en qué medida el destino de la naturaleza
humana viene decidido por la historia concreta de cada hombre y su actitud
frente al don y la llamada que Dios le hace desde el inicio de su existencia.
Del diálogo entre la libertad divina y la humana depende, hoy como siempre, que
la naturaleza humana sea algo más que natural, sea sostenida por lo
sobrenatural y vaya así más allá de sí misma en una respuesta libre del hombre
al amor solicitante de Dios, o bien que el hombre quiera ser solo humano,
demasiado humano, y acabe destruyendo su humanidad, acabe en lo infrahumano.
Chesterton lo expresó felizmente diciendo: “si
suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”[30].
En segundo lugar, que la gracia presuponga la
naturaleza significa que la gracia (el encuentro del hombre con Dios) no
destruye lo verdaderamente humano del hombre, sino que, si el hombre la acoge,
lo salva y lo lleva a su plenitud. Esa naturaleza, acorde con la creación, es
lugar para la gracia y nunca puede ser del todo destruida por el hombre.
Ciertamente también existe la posibilidad de deformaciones y falsificaciones
(una segunda naturaleza), que es esa pátina que mancha y oculta la obra divina,
cuyo núcleo es el egoísmo (concupiscentia).
Esta doble situación de lo «humano» permite hablar en un sentido muy
ambivalente de lo humano, mezclándose lo elevado y lo bajo, lo noble y lo
mezquino[31].
Pero esta humanidad auténtica sólo se encuentra plena
en el segundo Adán, en el orden de la gracia: la humanidad que ha pasado por la
cruz y ha roto la dura costra del egoísmo, de la propia gloria. No hay gloria
sin cruz, no hay resurrección sin muerte. El humanismo cristiano ha de ser un
humanismo convertido, el hombre tiene que perderse para encontrarse. En
resumen, la naturaleza de la persona (del espíritu) es estar más allá de toda
naturaleza, superarse a sí mismo, no bastarse. La esencia del espíritu puede
expresarse en un estar-remitido-más-allá-de-sí-mismo[32]. El humanismo que se basa en la mera nobleza del
hombre desemboca en el orgullo y la autoidolatría, rechazando la realidad
divina. La dialéctica espiritual es inevitable, la ley del éxodo, del éxtasis, en palabras de De Lubac[33]. Digámoslo de otra forma, concluyendo con Ratzinger:
el exi es la ley fundamental del
espíritu, la respuesta plena y auténtica que surge del interior de su
naturaleza. Por tanto, la cruz no es la crucifixión del hombre sino su
salvación, que le libera de una presunta y falsa autosuficiencia, de todas las
seguridades terrenas y sus ilusorias satisfacciones hacia la verdadera armonía
y plenitud divina, verdaderamente infinita y beatificante. Todo lo demás será
siempre muy poco.
III. La
clave personal del diálogo posible:
el hombre interlocutor
Porque la naturaleza humana es el escenario de un
encuentro (o desencuentro) entre quien la trae a la existencia y quien la
recibe para existir, por eso la naturaleza concreta de cada ser humano lleva en
sí las huellas de esa historia entre Dios y el hombre. La índole personal de la
condición humana es la clave de bóveda que debe comprenderse y plenificarse.
Ignorarla puede significar destruirse a sí mismo. Tenemos que ver en concreto
qué significa ser persona y en qué sentido este ser es llevado a plenitud o negado.
Ratzinger plantea la cuestión iluminando el ser del hombre desde el misterio
del ser de Dios, por un lado, y mostrando como la persona humana es ella misma
en tanto en cuanto exista concretamente ligada a otras personas, y en especial
a Dios.
Mucho se habla de dignidad humana. Ratzinger no puede
referirse a ella sino como al valor que adquiere el hombre en virtud de su
relatividad esencial y especial con su Creador. En el hombre habita el aliento
de Dios, él es idea personal de Dios. Como todo lo que ha empezado a existir,
el hombre no procede de sí mismo sino de Dios. Pero a diferencia de todo lo
creado él es persona, que procede de la Persona divina. Es barro y aleteo
divino a la vez. Es mucho más que simple criatura divina, ser hombre es “el ser que ha de decir tú a Dios eternamente”[34]. “Dios […]
tiene un nombre y nos llama por nuestro nombre. Es persona y busca a la
persona. Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca
nuestro corazón”[35]. Por
una parte, el hombre muestra su pertenencia al cosmos, a la tierra, en su
origen biológico, pero por otra no es el mero producto de los genes existentes,
sino que procede directamente de Dios, es capaz de superar lo creado, la mera
naturaleza. Con él se introduce en la creación el elemento divino[36].
Todo esto ha sido pensado y acuñado filosóficamente
con el concepto de persona, acerca del cual aún no hemos hablado
explícitamente. Es sabido que esta noción es una herencia del cristianismo para
la filosofía de todos los tiempos, lograda a partir de la reflexión acerca del
misterio de Dios. No vamos a hacer la pregunta teológica, sino antropológica,
aunque ciertamente a la luz del diálogo que preside toda nuestra reflexión, el
del hombre y su Dios. ¿Qué significa ser persona? ¿Qué quiere decir que el
hombre es persona? Para responder a ello nos serviremos, por la limitación de
este estudio, sólo de dos escritos de Ratzinger, uno breve del año 1966, el
otro será su Introducción al Cristianismo
de 1968. En el primero se aclara el concepto partiendo del proceso histórico
por el que se acuña, y posteriormente se ilumina la noción antropológica desde
los significados que cabe extraer de la noción de Dios persona, Dios como Tres
Personas y Cristo como Persona divina con dos naturalezas. Existen textos con
desarrollos temáticos más amplios acerca del desarrollo histórico de la noción
teológica, que aquí tampoco es ni necesario ni posible abordar.
El concepto de persona surge de la relación del hombre
con la Biblia, en su afán por interpretarla y comprenderla (las narraciones en
la Escritura avanzan en diálogo, como las de los poetas antiguos, que
introducen roles, para dinamizar la narración), y como explicación del fenómeno
de Dios que dialoga (verbos de la acción divina en plural). Justino postulará
que los roles en la Sagrada Escritura se refieren a realidades, no a ficciones
inventadas por los poetas, hay seres que realmente dialogan. Por su parte,
Tertuliano[37] va a observar ese diálogo divino intratrinitario en
el hecho de la conjugación de los verbos divinos en plural, deduciendo de él la
idea de persona en un sentido auténtico. Ratzinger concluye que históricamente
“el concepto de persona expresa, desde su
origen, la idea de diálogo”[38]. Dios es un ser que vive en la palabra y se mantiene
en ella como un Yo y un Tú y un Nosotros. Pues bien, conocer lo que es Dios nos
hace conocer nuestra esencia. En Dios se identifica ser persona y ser relación,
lo cual para la filosofía significa una revolución: la novedad cristiana de la
idea personalista hace necesario introducir una tercera categoría, junto a la
sustancia y al accidente debe considerarse, al mismo nivel, la categoría de la
relación. Esto significa, para la persona humana, que no podemos entendernos
como sustancias que se encierran en sí mismas sino como el fenómeno de una
relación total que sólo puede alcanzar su plenitud en Dios[39].
La doctrina sobre Cristo arroja nueva luz sobre lo ya
comprendido. Para Ratzinger, la noción de Boecio no hace justicia a la realidad
de la persona, porque no supera del todo el espíritu griego al interpretar el
concepto desde la categoría de sustancia (no reconociendo en suma más que las
categorías de sustancia y accidente y no la nueva categoría cristiana de
relación). Sin titubeos propone Ratzinger alejarse de Boecio para recuperar la
interpretación existencialista que, en base al concepto de persona de
Tertuliano, desarrolla Ricardo de San Víctor. Él es quien primero lo formula apoyándose
en el plano de la existencia, no de la esencia[40]. Jamás los antiguos filosofaron sobre la existencia,
sino sólo sobre la esencia. Sólo desde estos análisis podemos hacernos cargo de
hasta qué punto el cristianismo rompe y revoluciona el mundo antiguo, cuya
imposibilidad de ser derivación o desarrollo del pensamiento clásico queda aquí
patente.
Y sin embargo, sin él no hubiera podido ser recibida y
comprendida esta nueva realidad que transforma y amplía nuestra visión del
mundo, gracias a la idea de hombre que, como persona a imagen de la Trinidad,
agrieta y transforma radicalmente el esquema griego, para ensancharlo y hacer
espacio a la realidad infinita que es tan grande que puede hacerse pequeña[41]. Conviene apuntar que esta revolución no es en absoluto
negar lo anterior, sino un transformarlo y purificarlo, parte de hecho de ello,
pero lo supera decididamente.
Volvamos de nuevo a la cuestión de la interpretación
existencialista del concepto de persona en la historia de la filosofía y
teología cristianas. En el esfuerzo por comprender el concepto cristológico, la
teología escolástica va a desarrollar categorías de la existencia, pero no las
hace fructificar para toda la realidad sino que las aplica, a modo de
excepción, sólo a Cristo y al misterio de la Trinidad. Sin embargo, como señala
Ratzinger: Cristo no es una excepción teológica irrepetible, sino que su
Persona ilumina la índole de todo lo real y nos permite captar la estrechez de
nuestros esquemas de comprensión del todo. Propiamente Cristo revela lo que es
el hombre, porque muestra en su totalidad la dirección que sigue la esencia humana (la “esencia total” del hombre). En primer lugar, que Cristo tiene dos naturalezas en una persona significa
para la antropología que la esencia del espíritu consiste en el
estar-en-relación, capaz de verse a sí y al otro, lo que Conrad-Martius llama “retrotrascendencia”. Se trata de una
existencia doble, la persona no solo es, sino que se comprende, se posee a sí
misma. Lo propio del espíritu es la apertura, la relación a la totalidad. Por
eso, el espíritu se posee, llega a sí mismo dando cabida a lo otro: “estando con y en el otro llega a sí”, es
esa su “forma de estar en y consigo mismo”.
Más aún, cabe incluso formular esto como una ley de la existencia humana según
la cual sólo alejándose de sí mismo para ir hacia el que es distinto de uno, se
puede llegar a uno mismo y alcanzar la propia plenitud, porque el hombre se
constituye a sí mismo por la relatividad hacia el otro, de tal forma que cuanto
más esté en y con el otro, y de modo excelso con el totalmente Otro, tanto más
es él mismo[42].
En segundo lugar, que en Cristo haya dos naturalezas y
una Persona significa para el hombre
que el estar en y con el otro no anula el estar en y consigo mismo. Quien está
completamente en y con Dios no suprime su ser hombre sino que lo conduce a su
máxima posibilidad, que es la superación de sí hacia el absoluto. Esto está
expresando una concepción dinámica del hombre, como ser histórico que tiende en
una dirección. Dicho de forma evocadora, la persona es relatividad hacia lo
eterno.
Por último, la Cristología añade a la comprensión de
la persona el aspecto del nosotros, añade el nosotros a la idea del yo-tú.
Cristo es el espacio que engloba a los hombres, que los reúne hacia el Padre.
En el Cristianismo el principio dialógico no se limita a la noción moderna de “la pura relación yo-tú”. ¿Qué faltaría
aquí? Falta tanto por parte del hombre como por parte de Dios la idea de
comunidad. Ni el hombre es un individuo sino que está integrado en un pueblo,
una historia, un nosotros, ni Dios
tampoco es un ser solitario, ni siquiera una pareja al estilo DINK[43]. Es un nosotros
el Padre, Hijo y Espíritu Santo: no hay “puro yo y puro tú, sino que el yo está
integrado en un nosotros más amplio”[44]. Rompiendo con el mundo griego, para quien la
pluralidad era una degradación de la unidad, el concepto cristiano de Dios ha
otorgado a la pluralidad la misma dignidad que a la unidad, integrándose con
ella desde el principio. La pura relación yo-tú desarrolla finalmente una
noción individualista que acaba perdiendo al tú, apunta Ratzinger refiriéndose
a la doctrina trinitaria de San Agustín, que es causante de esta deriva
posterior[45].
En la Introducción
al Cristianismo, Ratzinger desarrolla más estas ideas acerca del
tratamiento griego y el cristiano de la relación entre lo uno y lo múltiple, de
la que se siguen importantes consecuencias sobre la categoría de relación, con
la que se caracteriza esencialmente a la persona humana. El desarrollo de la doctrina
trinitaria supera definitivamente el dualismo del pensamiento griego que opone
como irreconciliable lo singular y lo plural. No, en Dios coexisten ambas
cosas, lo singular no se afirma por oposición a lo plural, sino desde lo
plural. Esto significa, para el hombre, que él es plenamente él mismo, está
tanto más en sí, cuanto más está en los otros, que la identidad del yo no se
disminuye ni anula en la diferencia con el tú, sino que se desarrolla en una
unidad superior. “El hombre es plenamente
él mismo cuando deja de ser él mismo, cuando no se encierra en sí mismo y deja
de afirmarse, cuando es pura apertura a Dios. Cristo es el que se trasciende
por completo a sí mismo y por eso es el que verdaderamente llega a sí mismo”[46].
De aquí se sigue también que el amor creador afirma al
otro, crea alteridad. Esto significa que la relación de amor construye la
diferencia, no la anula ni iguala a los que une, sino que afirma su propio ser.
El “Ser absoluto” no absorbe en sí todos los seres como momentos o ideas de sí
mismo, como pretende el idealismo, sino que mantiene en la alteridad de su ser
a aquello que conoce y ama. “Como no sólo
piensa, sino que también ama sitúa su pensamiento en la libertad de su propio
ser, lo objetiva, le da un modo de ser propio”[47]. Decir que Dios es persona significa confesarle como
relación, comunicabilidad, fecundidad. Dios es persona y crea personas, seres
capaces de ser interlocutores de Dios.
Una vez vista la noción de persona desde la
perspectiva que aporta la teología, podemos recoger algunas de las reflexiones
anteriores para encontrarlas manifestadas en algunos rasgos específicos del
hombre: su corporeidad y su libertad. También desde la luz de la relacionalidad
serán interpretados y estos, a su vez, confirmarán que la categoría de la
relación impregna la condición humana en sus múltiples facetas.
IV. Una
relacionalidad encarnada e histórica
1. El cuerpo humano.
Ser hombre significa ser en el cuerpo, el hombre no es
espíritu puro, sino idea de Dios encarnada. El hombre es una unidad viva de
espíritu y cuerpo, “un espíritu corporal
y un cuerpo espiritual”, ser hombre es ser en el cuerpo[48].
Ese cuerpo que somos manifiesta de forma evidente la
esencial relatividad del hombre como persona: la corporeidad indica procedencia
de otro, de tal forma que el hombre sólo existe si procede de otro (todo el
hombre, no sólo su cuerpo)[49]. Apuntaba San Máximo el Confesor que el ser
procedente de otro del cuerpo ha dejado en él una señal indeleble: el ombligo.
De forma muy profunda comprendemos que el cuerpo humano implica historia e
implica comunidad. Nuestra existencia nunca comienza de cero, no parte ni de su
libertad ni de su mera existencia, por lo que no es más que una quimera hablar
del “individuo puro”, aislado[50]. Más
bien existe una “red colectiva que
precede a la existencia individual como antecedente espiritual” de cada
nueva persona[51]. Como explica Pablo Blanco respecto del yo personal,
puede afirmarse del cuerpo propio que es al mismo tiempo lo menos propio,
porque no lo hemos recibido de nosotros ni para nosotros[52].
De forma eminente la paternidad, y quizá más aún la
maternidad, expresan cómo cada persona (en cuanto hijo) es precedida por una
historia personal y comunitaria concreta, y al mismo tiempo, que se inserta en
una comunidad de valores, una cultura, unas vivencias determinadas que le son
dadas y configuran su yo. Él es quien es en virtud de esa red de relaciones.
También la maternidad y paternidad (sea o no también
biológica o sólo espiritual) son profundamente humanizadoras en el sentido de
que permiten a quien la ejerce estar en los otros y para los otros[53], pero de tal forma que la socialización y la
personalización no se excluyen, sino que se ratifican mutuamente. El hombre del
futuro (Cristo) es el hombre abierto, el hombre para los demás, mientras que el
hombre que quiere permanecer en sí es el hombre del pasado[54], porque no pervive en la herencia.
Habría que añadir una idea más: la esencia total del
hombre apunta a que para ser plenamente nosotros debemos hacer nuestro el
principio “por”, por el que pasamos de ser para nosotros mismos a ser para los
demás. Esto no se cumple sin la decisión básica de dejar de girar en torno a
sí, de abandonar las actitudes narcisistas, dejar atrás la tranquilidad y la
reclusión del yo, que ha de crucificarse para salir de sí, seguir al Hombre que
es absoluto “ser-para” y vivir para los demás[55]. “La auténtica
vida empieza cuando […] uno vive la vida como ofrenda, cuando uno se abre,
cuando uno se pierde a sí mismo”[56].
Ahora bien, esta idea debe ser completada con otra: el
primado de la recepción sobre el hacer, sobre el propio trabajo y esfuerzo. El
hombre vuelve profundamente a sí mismo no por lo que hace, sino por lo que
recibe[57]. No basta salir de sí, se requiere recibir, reconocer
que se vive del don inmerecido del para
de los demás, ya que eso es lo que permite que la autosuperación sea realmente
provechosa[58]. No solo eso. El hombre sólo llega a salvarse, a
liberarse de su yo egoísta cuando se deja amar, porque el amor le muestra que él
no puede “hacerlo” solo, debe esperarlo de otro, y al mismo tiempo, le inserta
en una totalidad que no lo destruye, porque el hombre es un fin, sino que el
otro lo afirma, lo salva.
El amor es profundamente liberador. Libera al hombre
del peso de la historia: no, no depende todo de la obra humana, no somos simple
producto de nuestro esfuerzo. La gratuidad del amor hace que la actividad
humana se pueda realizar desde la tranquilidad y serenidad que pertenece a lo
penúltimo. El hombre debe trabajar serenamente para colaborar con este amor
redentor[59].
2. La libertad
La libertad es un don de la creación, un bien que nos
abre a una multiplicidad de otros bienes. “Libertad
significa aceptar por propia voluntad las posibilidades de mi existencia”[60]. Es decir, la libertad es el lenguaje con el que el
hombre puede responder a Dios, responder al amor que le precede como un don y
que le dota de la posibilidad de dialogar con él en la libertad del amor.
Ratzinger habla en distintas ocasiones de la libertad
y desde diversos enfoques, sobre todo cuando analiza conceptos de libertad que
se alejan de lo que pertenece realmente al ser hombre: una libertad que
despierta después de recibir el bien de la existencia y toma conciencia de
haber sido beneficiada por amor. O dicho de otra forma: la libertad es
responsorial, es una capacidad de respuesta en diálogo con otra libertad.
A esta noción se contrapone el concepto contemporáneo
de libertad que analiza Ratzinger en un trabajo titulado “La libertad y la
verdad”[61]. Hoy se la concibe como el valor supremo, por encima
de cualquier otro, y todo lo que pueda considerarse un límite a la libertad es
un tabú o algo superado, hasta el punto de que la política y la religión se
valoran en función de si promueven o no una libertad sin límite alguno. La
verdad, por el contrario, es vista con sospechas: los regímenes totalitarios la
han enarbolado para oprimir la libertad de los pueblos, por lo que la libertad
ve en la verdad una coacción.
Ahora bien, una libertad sin verdad es meramente
subjetiva, no vincula a nadie, sino que nos separa a unos de otros. Karl Marx
defiende exactamente esta noción de libertad: “el propio deseo es la única norma de nuestras acciones, que nuestra
voluntad puede desearlo todo y que puede poner en práctica todo lo que le
apetezca”[62]. Las preguntas se suceden: ¿es libre la voluntad?
¿hasta qué punto es la voluntad razonable? ¿Es bueno y deseable una libertad no
razonable? La posibilidad del abuso y de la atrocidad son muy evidentes para
que neguemos que es necesario que la libertad se ligue a la razón, de modo que
se evite “la tiranía de la sinrazón”.
Sólo así, además, la razón común a todos los hombres puede hacer compatibles
todas las libertades. El sistema del marxismo, que parte de la realidad
individualista pura, de la libertad entendida como ausencia de toda relación
(al bien, a la verdad, a los otros) prometió la libertad de todos: en realidad
no podía ni pudo alcanzar lo prometido.
El concepto de libertad actual proviene de Lutero que
la subjetivizó: esta dependería sólo del sujeto (el supuesto individuo puro),
no del ordenamiento comunitario. Lutero da al individuo un nuevo significado
frente (en oposición) a la comunidad y la autoridad. Esta es la herencia de la
Ilustración: una voluntad emancipada[63] (podríamos decir, desarraigada de la red de
relaciones en las que nace). Ahora bien, para que tal libertad no conduzca a la
mentira debe orientarse a la verdad, debe corresponderse con nuestro ser.
En realidad, Ratzinger plantea la libertad desde la
previa constatación del ser-amado: es decir, el otro es fuente de bienes para
mí. La libertad no es algo que yo debo proteger y preservar ante la amenaza de
la existencia de los demás, no es algo que se pueda entender desde el no a los
otros, a lo recibido, al bien que me llama. Por el contrario, la libertad que
debe entenderse desde el sí, sólo encuentra su espacio creativo en el ámbito
del bien. “El amor es creativo, la verdad
es creativa: sólo en este ámbito se me abren los ojos y conozco muchas cosas”.
En cambio, la libertad se pierde cuando cree autoafirmar la propia voluntad
diciendo no, porque así está rechazando el sentido de sí misma, desde su propio
origen (la relatividad del ser don)[64].
3. Vulnerabilidad y dolor: el camino del amor que
crece
Llegamos al final de nuestras reflexiones, cuando nos
encontramos al inicio del camino que el hombre, viejo Adán, ha de recorrer para
irse acercando al hombre completo, al nuevo Adán, a su esencia total que es
Cristo. “El amor es una exigencia que no
me deja intacto. En él no puedo limitarme a seguir siendo yo a secas, sino que he de perderme una y otra
vez al ser desbastado, al ser herido”[65].
Podemos expresarlo de una forma más enfática aún: el
amor lleva a morir. La muerte del hombre es, en palabras de Ratzinger, “producto de la decisión de Dios de destruir
al ser humano, marcado e impregnado de egoísmo, de falsa sobrevaloración de sí
mismo”, pero existe una segunda decisión que revela el Nuevo Testamento: él
mismo decide morir para fundamentar un nuevo comienzo con su propia
resurrección. Dios destruye para que surja algo nuevo, es un proceso doloroso
con que Dios vuelve a modelar este barro, destruye nuestra vanagloria para “remodelarnos para la libertad de su amor”[66].
ReferencIAs
BIBLIOGRÁFICAS
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condición humana. Barcelona: Paidós, 2015.
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introducción. Madrid: Palabra, 2011.
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amenazada. Madrid: Biblioteca de
Autores Cristianos, 2014.
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mundo actual, 1965.
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Han, Byung-Chul. La
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fe ante el reto de la cultura contemporánea. Madrid: Rialp, 2000.
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Salamanca: Sígueme, 1973.
—. Introducción al Cristianismo. Salamanca:
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—. Fe, verdad y
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la procreación humana”. Humanitas 20 (2008): 20-33.
—. Últimas
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—. El
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Sara Gallardo González
Facultad
de Ciencias Sociales y Jurídicas
Universidad Católica de Ávila
c/ Canteros s/n
05002 Ávila (España)
https://orcid.org/0000-0003-0258-1630
Elena Martín Acebes
Pontifical John Paul II Institute
The Catholic University of America
McGivney Hall 620 Michigan Ave. NE
Washington, D.C. (USA)
https://orcid.org/0000-0002-2339-1783
[1] Benedicto
XVI, Deus caritas est (Ciudad del Vaticano: Librería Editrice Vaticana,
2005), 3.
[2] Cf.
Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 24.
[3] Benedicto
XVI, Deus caritas est, 7.
[4] Cf.
Pablo Blanco Sarto, La teología de Joseph
Ratzinger. Una introducción (Madrid: Palabra, 2011), 135.
[5] Cf.
Byung-Chul Han, La expulsión de lo
distinto. Percepción y comunicación en la sociedad actual (Barcelona:
Herder, 2017), 64: “Aquí ya no existe el otro como explotador que me fuerza a
trabajar y me aliena de mí mismo. Más bien, yo me exploto a mí mismo voluntariamente creyendo que me
estoy realizando. Esta es la pérfida lógica del neoliberalismo. […] Tras el
espejismo de la libertad se esconde el dominio neoliberal. El dominio se
consuma en el momento en que coincide con la libertad”.
[6] Cf.
Han, La expulsión de lo distinto.
Percepción y comunicación en la sociedad actual, 64.
[7] Hannah
Arendt, La condición humana
(Barcelona: Paidós, 2015), 30.
[8] Cf.
Rémi Brague, Lo propio del hombre. Una
legitimidad amenazada. (Madrid: BAC, 2014), 13, 152.
[9] “Si
quidem deus […] est, unde mala? Bona vero unde, si non est?” (De consolatione philosophiae, I, prosa
4, citado en Brague, Lo propio del
hombre. Una legitimidad amenazada, 153).
[10] Joseph
Ratzinger, Introducción al Cristianismo
(Salamanca: Sígueme, 2001), 219.
[11] Joseph
Ratzinger, La sal de la tierra
(Madrid: Palabra, 2005), 307-308.
[12] Atribuido
a Hannah Arendt, se encuentra por ejemplo en Martin Heidegger, What is called thinking? (New York:
Harper & Row, 1968).
[13] Joseph
Ratzinger, “Fundamentos
antropológicos del amor fraternal”, en Palabra
en la Iglesia (Salamanca: Sígueme, 1973), 191.
[14] Joseph
Ratzinger, Últimas conversaciones con
Peter Seewald (Madrid: Mensajero, 2016), 293.
[15] Joseph
Ratzinger, “Una mirada teológica
sobre la procreación humana”, Humanitas
20 (2008): 20-33. Originalmente corresponde a una conferencia impartida en
julio de 1988 en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
[16] Ratzinger,
Introducción al cristianismo., 225.
[17] Cf.
Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam. Consideraciones
sobre el sentido y los límites de un axioma escolástico”, en Palabra en la Iglesia, 131.
[18] Jean-Paul
Sartre, La náusea (Buenos Aires:
Losada, 1967), 149.
[19] Cf.
Blanco Sarto, La teología, 135.
[20] Cf.
Joseph Pieper, La fe ante el reto de la
cultura contemporánea (Madrid: Rialp, 2000), 266. Jean-Paul Sartre, El existencialismo
es un humanismo (Barcelona: Edhasa, 1989), 60. [L’existentialisme est un humanisme. Paris, 1946], citado por
Pieper, La fe ante el reto de la cultura
contemporánea, 254.
[21] Ratzinger,
Introducción al Cristianismo, 223.
[22] Ratzinger,
Introducción al cristianismo, 224. Cambio de cursiva nuestro. “Nuestra
relación con Dios no se funda al final en nuestros planes, en el conocimiento
especulativo, sino en la positividad de lo que está ante nosotros, de lo que se
nos da como positivo, de lo que hemos de aceptar. Creo que esto nos permite […]
mostrar la profunda necesidad de la contingencia aparentemente histórica de lo
cristiano, el tener que de una
positividad que, como acontecimiento venido de fuera, nos sorprende.” (ibidem.)
[23] San
Buenaventura, II Sent d 9 a un q 8 ad 2 (ed. Quaracchi, II 257b), citado en
Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 136, nota 10.
[24] Cf.
San
Buenaventura, IV Sent d 4 p 2 a 2 q 2 c (IV, 114b), II
de 23 a 2 q 1 (II, 538), citado en Ratzinger, “Gratia
præsupponit naturam”, 138, notas 12 y 13.
[25] Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 139.
[26] Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 139.
[27] San
Buenaventura, “Hoc totum quod fecit, fuit gratia”, I d
44 a 1 q i ad 4 (I, 783b), citado en Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 140, nota 18.
[28] Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 140.
[29] Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 141.
[30] Gilbert Keith Chesterton, “La Navidad y los
estetas”, en Herejes
(Barcelona: Acantilado,
2007), 74.
[31] Cita
Joseph Ratzinger al Cardenal Saliège: “Diciendo «Eso es humano» lo excusamos
todo. Alguien se divorcia: eso es humano. Uno bebe: es humano. Otro hace
trampas en un examen o en una competición: es humano. […] Se roba: es humano.
No hay vicio que no se disculpe con esta frase.
[…] Hay veces en que incluso es sinónimo de animal. ¡Qué lenguaje tan
especial! Porque, en realidad, lo humano es lo que nos distingue de los
animales. Humanos son la razón, el corazón, la voluntad, la conciencia, la
santidad. Eso es lo humano” (Ratzinger, “Gratia
præsupponit naturam”, 144).
[32] Cf.
Hedwig Conrad-Martius, Das Sein
(München: Kösen, 1957), 118-141, citado en Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 146.
[33] Cf.
Henri de Lubac, Katholizismus als
Gemeinschaft (Einsiedeln: Benziger, 1943), 328, citado en Ratzinger, “Gratia præsupponit naturam”, 154,
notas 21 y 22.
[34] Ratzinger,
“La fe en
la creación y la teoría de la evolución”, en Palabra en la Iglesia, 129.
[35] Joseph
Ratzinger, El Dios de Jesucristo (Salamanca: Sígueme, 1979), 22, citado en
Blanco Sarto, La teología de Benedicto
XVI, 130.
[36] Cf.
Ratzinger, Dios y el mundo, 73.
[37] Cf.
Tertuliano, Adversus Praxean 12, 1-31
C Chr iI 1172 a, citado en Joseph Ratzinger, “Sobre el concepto de persona en
la teología”, en Palabra en la Iglesia, 168, nota 5.
[38] Ratzinger, “Sobre el concepto de persona en
la teología”, 169.
[39] Cf.
Ratzinger, “Sobre el concepto de
persona en la teología”, 170.
[40] La
conocida definición de Boecio: “naturæ
rationalis individua sustantia” se aleja de la que propone Ricardo: “spiritualis naturae incommunicabilis
existentia” (existencia incomunicable de naturaleza espiritual).
[41] Cf.
Ratzinger, Dios y el mundo, 24. “En
realidad, aquí radica para mí la grandeza inesperada e inconcebible de Dios, en
que disfrute de la posibilidad de rebajarse tanto; en que Él mismo pase de
verdad a formar parte de una persona, en que no se limite a disfrazarse para luego
quitarse el disfraz y vestirse con otros ropajes, sino que Él sea esa persona.
Sólo ahí captamos la verdadera infinitud de Dios, porque eso lo hace más
poderoso, inimaginable y al mismo tiempo más salvador. […] La aventura de la fe
cristiana es siempre nueva y su inconmensurabilidad deriva precisamente de
atribuir esas posibilidades a Dios” (Ibidem.,
24s.).
[42] Cf.
Ratzinger, “Sobre el concepto de persona en la teología”, 176ss.
[43] DINK:
“Double Income, No Kids”.
[44] Ratzinger, “Sobre el concepto de persona en
la teología”, 179.
[45] Cf.
Ratzinger, “Sobre el concepto de
persona en la teología”, 179.
[46] Ratzinger, Introducción al Cristianismo, 197.
[47] Ratzinger, Introducción al Cristianismo, 135-136.
[48] Joseph Ratzinger, “Para una teología de
la muerte”, en Palabra en la Iglesia, 205.
[49] Cf.
Ratzinger, “Para una teología de la muerte”, 206.
[50] Ratzinger,
“Para una
teología de la muerte”, 205.
[51] Ratzinger, “Para una teología de la muerte”, 208.
[52] Cf.
Blanco Sarto, La teología, 134.
[53] Cf.
Blanco Sarto, La teología, 134.
[54] Cf.
Ratzinger, Introducción al
Cristianismo, 201.
[55] Cf.
Ratzinger, Introducción al
Cristianismo, 210.
[56] Ratzinger, Introducción al Cristianismo, 212.
[57] Cf.
Ratzinger, Introducción al
Cristianismo, 222.
[58] Cf.
Ratzinger, Introducción al
Cristianismo, 213.
[59] Cf.
Ratzinger, Introducción al
Cristianismo, 213.
[60] Ratzinger,
Dios y el mundo, 89.
[61] Publicado
en Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia
(Salamanca: Sígueme, 2004) 200-222.
[62] Ratzinger,
Fe, verdad y tolerancia, 201.
[63] Cf.
Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, 204s.
[64] Cf.
Ratzinger, Dios y el mundo, 89.
[65] Ratzinger, Dios y el mundo, 79.
[66] Ratzinger, “Para una teología de la muerte”, 206.