Doi:
https://doi.org/10.17398/2340-4256.15.555
Respuesta de Cipriano de Cartago y Dionisio de Alejandría ante la
epidemia (c. 249-270)
Response of Cyprian of
Carthage and DionysIus of Alexandria to the epidemic (ca. 249-270)
Fernando
Rivas Rebaque
Universidad Pontificia
Comillas (Madrid)
Recibido: 21/11/2019 Aceptado: 22/12/2019
Resumen
En la Antigüedad greco-romana las
epidemias fueron consideradas desde un punto de vista religioso, médico o
político. La respuesta de Cipriano de Cartago y Dionisio de Alejandría ante la
epidemia que tuvo lugar mediados del siglo tercero en el Imperio romano (“peste
cipriana”) son una muestra de este nuevo modo de afrontar las enfermedades
basada en una comprensión diferente de la epidemia, un modelo de personalidad
heroica y la ayuda mutua hacia los más afectados por esta crisis sanitaria (y
social).
Palabras clave: Cipriano de Cartago: cristianismo primitivo, Dionisio de Alejandría,
epidemias, Imperio romano, peste cipriana.
Abstract
In
Greco-Roman Antiquity epidemics were considered from a religious, medical or
political point of view. The
response of Cyprian of Carthage and Dionysius of Alexandria to the epidemic
that took place in the middle of the third century in the Roman Empire (“plague
of Cyprian”) are an example of this new way of dealing with diseases based on a
different understanging of epidemic, a model of heroic personality, and the
mutual aid to those most affected by this health (and social) crisis.
Keywords: Cyprian of Carthage; Early Christianity; epidemic; Dionysius of
Alexandria; Roman Empire; plague of Cyprian.
INTRODUCCIÓN
“Todas las civilizaciones de la antigüedad […]
sufrieron en diversas ocasiones los azotes de las enfermedades epidémicas. Y
todas ellas […] abordaron el problema a partir de tres elementos […]. En primer
lugar pusieron en marcha algunas medidas de carácter religioso-mágico, con el
fin de aplacar a los dioses y fuerzas sobrenaturales. En segundo lugar, también
en todas ellas […] se trató de utilizar el conocimiento científico a través de
la actuación profesional de los médicos. Y finalmente, también fue constante la
implicación […] del poder público en la lucha para vencer la plaga, pues el
ataque de la pandemia constituía un factor de ruptura de la cohesión”[1].
De aquí el objetivo de este artículo, que se centra en
el primer elemento (medidas de carácter religioso), para analizar cómo
entendieron la epidemia que se produjo en el Imperio romano a mediados s. III
dos autores cristianos de este tiempo: Cipriano de Cartago y Dionisio de
Alejandría. Haremos un breve estudio previo de dicha epidemia para poder
comprender correctamente el contexto de dichas respuestas.
I. LA
“PESTE CIPRIANA” (c. 249-270)
Mientras en Grecia las epidemias fueron escasas y con
una baja incidencia social, en el Imperio romano estas plagas, en principio más
localizadas[2],
durante los siglos II y III d.C. fueron más abundantes y con una enorme
influencia tanto por su extensión geográfica como el elevadísimo número de
personas afectadas.
Esto se debió en gran medida a la vasta extensión del
Imperio romano, acompañada de una extraordinaria movilidad de personas y
mercancías, y la incorporación de zonas como Mesopotamia y Egipto,
particularmente peligrosas en el terreno sanitario[3].
Esta globalización, completada durante la época de los Antoninos, permitió
también la libre circulación de agentes patógenos y la aparición de la peste
antonina (166-180), la primera gran plaga del Imperio romano[4],
seguida por la que conocemos como “peste cipriana” (por la descripción de
Cipriano de Cartago), que habría afectado al Imperio romano desde el año 249 al
262[5]
y su origen podría estar en Etiopía, desde donde se habría extendido por todo
el norte de África hasta llegar a Roma[6].
Aunque la epidemia cipriana había comenzado en tiempos
de Decio (c. 249), seguía todavía activa con su sucesor, Treboniano Galo (c.
251), no solo en los territorios limítrofes del Imperio[7],
sino en la propia Roma, donde tuvo que recurrirse a enterramientos urgentes y
colectivos[8].
Podemos descubrirla en tiempos de Volusiano (251-253)[9]
e incluso en un nuevo rebrote que habría causado la muerte de Claudio II Gótico
en el 270[10].
Mientras algunos investigadores, partiendo de la
descripción de Cipriano[11],
hablan de viruela, sarampión[12]
o tifus[13],
Kyle Harper, basándose en las fuentes antiguas disponibles, piensa que sería
una enfermedad vírica, parecida a lo que hoy sería el ébola[14].
En cualquier caso sus devastadores efectos vinieron a sumarse a la multitud de
conflictos bélicos que se dieron en este tiempo, con la consiguiente bajada
demográfica y la caída de la economía, que dejaron al Imperio romano al borde
de su colapso[15].
En la epidemia cipriana encontramos las habituales
respuestas de las sociedades preindustriales: a) la reafirmación de autoridad
de los gobernantes, detrás de la cual habría que entender el edicto de Decio
del 249 sobre el culto al emperador[16];
b) la reafirmación de la religiosidad tradicional, con la petición de ayuda de
los dioses relacionados con la salud (Apolo especialmente)[17];
y c) la persecuciones a los cristianos, cuyo crecimiento era considerado como
una ofensa a los dioses, que habrían enviado la peste como castigo[18].
II. DOS
RESPUESTAS CRISTANAS ANTE LA EPIDEMIA: CIPRIANO DE CARTAGO Y DIONISIO DE
ALEJANDRÍA
1. Cipriano de Cartago[19]
Nacido a inicios del s. III de una familia noble y
adinerada, recibió una esmerada educación que le permitió ejercer como maestro
de retórica hasta su conversión en el 245/6[20].
Elegido como obispo en el 249, precisamente el mismo año en que el emperador
Decio decidió publicar su edicto, que marcará la vida de Cipriano. Cipriano decidió
abandonar Cartago, a donde no regresará hasta inicios del 251, lo cual fue
entendido por algunos dirigentes comunitarios como una huida cobarde y propició
la formación de un movimiento rival en la iglesia cartaginesa.
El edicto causó multitud de bajas en la iglesia
cartaginesa, no solo mártires, sino también un gran número de cristianos que
habían apostatado, muchos de los cuales querían regresar a la comunidad. A ello
venía a unirse el problema de los que habían sido bautizados por corrientes
heréticas. De aquí la dedicación de Cipriano a la unidad de la Iglesia en estos
tres frentes[21]:
reivindicando su autoridad frente a los que consideraba cismáticos, reintegración
regulada de los apóstatas y el bautismo de los herejes[22].
Otro de los problemas que tuvo que afrontar Cipriano
en este tiempo fue la epidemia que se produjo en Cartago desde el 252 al 254,
con las calamidades públicas que la acompañaron y que es relatada del siguiente
modo por el biógrafo de Cipriano, Poncio: “Después hubo un brote de una
tremenda epidemia, y la tremenda destrucción de una odiosa enfermedad
invadió sucesivamente cada casa del pueblo temeroso, siguiendo adelante día a
día con su ataque repentino a innumerables personas, cada una desde su propia
casa. Todos temblaban, huían, rehuyendo el contagio, exponiendo impíamente a
sus propios amigos, como si con la exclusión de la persona que se iba a morir
de todas maneras de la epidemia, pudiera librarse uno mismo de la
muerte. Allí yacieron por toda la ciudad lo que ya no eran cuerpos, sino los
cadáveres de muchos y, por la contemplación de un destino que podría ser a su
vez el propio, exigía la piedad de quienes pasaban, piedad por ellos mismos.
Nadie consideraba nada más que sus crueles ganancias. Nadie temblaba por el
recuerdo de un acontecimiento similar. Nadie hizo nada que no fuera algo que
uno mismo deseara experimentar”[23].
La postura de Cipriano ante esta epidemia fue doble:
movilizar las conciencias para la creación de un modelo de personalidad capaz
de hacer frente a las circunstancias tan adversas y organizar todo lo
relacionado con la caridad para hacer frente a los graves problemas sociales
que se estaban produciendo, como relata su biógrafo: “En
primer lugar, reúne al pueblo y le instruye sobre la misericordia, enseñándole
con ejemplos de la divina Escritura, cuánto sirven las obras de caridad para
hacer méritos delante de Dios. Después se asignan distintos cometidos a todos
de acuerdo con sus aptitudes y con las condiciones de cada persona. Muchos que
no podían dar por causa de su pobreza, daban una aportación más preciosa que
cualquier riqueza pagando con su propio trabajo. Se hacía el bien, y no solo a
los compañeros en la fe”[24].
Es en este contexto donde nacen tres obras suyas
estrechamente relacionadas: A Demetriano[25],
Sobre las buenas obras y las limosnas[26]
y Sobre la peste (De mortalitate)[27].
El primero rebate la idea de que los males que azotan el Imperio son enviados
por los dioses por la falta de piedad de los cristianos; el segundo es un
pequeño tratado sobre la caridad para animar a compartir los bienes y la ayuda
a los necesitados; y el tercero una teología de la muerte en clave literaria de
consolación. A ellos habría que añadir otra obra algo posterior, Sobre el
bien de la paciencia[28].
La postura de Cipriano ante la epidemia aparece sobre
todo en su pequeño tratado Sobre la peste[29].
De hecho, la epidemia aparece justo al inicio de su escrito, al explicar el
motivo de su composición: “Aunque en muchos de vosotros, hermanos amadísimos,
hay criterio sólido, y no menos una fe tenaz, y fervor en la voluntad para no
dejarse impresionar con la mortandad [mortalitatis][30]
actual”[31].
La reciente
persecución de Decio, y ahora la plaga, han minado la moral de la comunidad
cristiana de Cartago. Cipriano se apresta a fortalecer el ánimo caído
considerando que estas dos calamidades no son un castigo divino sino una prueba[32]
para mostrar la auténtica valía del creyente, mediante una serie de estrategias
retóricas como el modelo de personalidad heroica[33],
referencias y exempla de corte bíblico y un concepto de escatología
inminente donde se contraponen las miserias de la vida terrena con las delicias
de la gloria celestial.
Así, en los capítulos 2 al 7 Cipriano va a ir
enumerando una serie de citas bíblicas donde se muestran que la epidemia (y la
persecución) estaban ya previstas en las promesas divinas, al igual que algunos
modelos (exempla) para vivir cristianamente estas situaciones. En
relación con lo primero, leemos: “El Señor ha
predicho y enseñado que sucedería esto, exhortando, instruyendo, preparando y
fortificando a los fieles de su Iglesia con miras a soportar los
acontecimientos futuros. En efecto, vaticinó y anunció que surgirían por muchos
lugares guerras, hambres, terremotos y pestes[34], y para que no nos cogieran de sorpresa y no nos
invadiera el temor ante las acometidas de estos extraordinarios fenómenos,
advirtió de antemano que en los últimos tiempos habría frecuentes calamidades.
Pues he aquí que sucede lo que se predijo; y cuando se cumpla lo que estaba
anunciado, se cumplirán también las promesas hechas por el Señor”[35].
La conexión entre las guerras que se han
producido en estos tiempos, con las hambrunas y la peste actual le permite a
Cipriano hacer una afirmación que va a permear todo el tratado: “’Cuando
viereis que acaece todo esto, sabed que está cerca el reino de Dios’[36] […]. Ya llegan la recompensa de la
vida, el gozo de la salvación eterna, la alegría sin fin, la posesión del
paraíso antes perdida, al perecer este mundo; ya lo celestial sucede a lo
terreno […]. ¿Qué ansiedad o inquietud hay que temer ahora? ¿Quién va a estar
temeroso y triste entre tantos bienes, si no es el que carece de esperanza y de
fe?”[37].
Es lógico, por tanto, que el c. 3 trate
de la fe[38] y el c. 4 verse sobre las luchas en el
mundo presente contra el diablo y sus pasiones. De aquí la expresión de
Cipriano al inicio del c. 5: “Uno tiene que experimentar tantas persecuciones a
cada paso, se ve apretado su ánimo por tantos peligros, ¿y va a encontrar uno
gusto en permanecer aquí largo tiempo en medio de los golpes de espada del
diablo? Cuando más bien habría que anhelar llegar cuanto antes a Cristo con una
muerte pronta”[39]. Por tanto, si ahora hay desánimo en la
comunidad es por falta de fe (c. 6) y porque no somos conscientes de que la
muerte nos evita los peligros a los que estamos expuestos en este mundo (c. 7).
A partir de ahora Cipriano dedicará los
siguientes capítulos a establecer la diferente manera de vivir los sufrimientos
(epidemia) de los paganos y los cristianos. Empieza en el c. 8 explicando nuestra
común condición humana: “Pues, ¿qué no tenemos de común con los demás hombres
en este mundo, cuando hasta somos de la misma carne que los demás, según la ley
del nacimiento natural? Mientras estamos en este siglo, tenemos el mismo cuerpo
que los otros hombres; solo nos diferenciamos por el espíritu. Por tanto […]
todas las incomodidades del cuerpo nos son comunes con los demás hombres… Y
nosotros sufrimos como los demás dolores de ojos, fiebres y las indisposiciones
de todos los miembros mientras aguantamos en este mundo el peso de la misma
carne”[40].
Desde esta común condición mortal
Cipriano irá expresando las diferencias entre cristianos y paganos, comenzando
con la primera, que el cristiano no está exento de los sufrimientos de la
condición humana (cc. 9-10), sino que incluso “si el cristiano conoce y entiende
por qué cree, comprenderá que tiene que sufrir más que los demás en el mundo,
porque tiene que luchar más contra los embates del diablo”[41], lo que es confirmado de nuevo por una
serie de referencias bíblicas sobre las pruebas que deben atravesar los creyentes
para confirmar su fe[42], con el exemplum habitual en
estos casos, Job, al que se suma el de Tobías[43], como modelos ejemplares[44] de lo que se necesita en los momentos
de dificultad: la perseverancia (tolerancia-patientia)[45].
Una perseverancia que se vive en clave
creyente al “no murmurar en las adversidades, sino llevar con fortaleza y
paciencia todos los acontecimientos del mundo”[46] y que se expresa en este tratado por
las diversas citas bíblicas del c. 11, dedicado a las murmuraciones y la
fortaleza de ánimo para soportar las adversidades[47], y los dos exempla de fe y
fortaleza[48] de los cc. 12-13: Abrahán (c. 12: ante
la pérdida de seres queridos) y Pablo (c. 13: ante los sufrimientos), ejemplos
de lo que la comunidad cristiana cartaginesa ha tenido que vivir hace poco en
la persecución[49] y ahora le toca vivir en la epidemia:
si han sido capaces de soportar la primera prueba, ¿cómo no van a poder
sobrellevar la segunda?[50].
A mediados del c. 13 Cipriano se centra
específicamente en la epidemia, motivo que continuará hasta el final del escrito
y le servirá para seguir mostrando la diferencia entre cristianos y paganos.
Así escribe: “Cuando, pues, nos acomete la enfermedad [infirmitas], la
debilidad [inbecilitas] y la dolencia [vastitas] hace estragos,
entonces se practica nuestra fortaleza; entonces la fe, si permaneciere puesta
a prueba, es coronada […][51]. Hay, con todo, una diferencia entre
nosotros y los demás, que desconocen a Dios: ellos se quejan y murmuran en las
contrariedades, y a nosotros estas no nos apartan de la verdadera fortaleza y
fe, sino nos robustecen con el sufrimiento [dolore]”[52].
Y es al inicio del capítulo siguiente cuando
aparece la descripción pormenorizada de la epidemia: “Este flujo incontenible
de vientre que destroza ahora las entrañas, el fuego interior de la sangre que
enciende inflamaciones de garganta, los repetidos vómitos que revuelven los
intestinos, las inflamaciones de los ojos sanguinolentos, los pies o miembros
de algunos que, gangrenados por la peste [contagio morbidae putritudine],
hay que amputar, todos estos males y daños de los cuerpos debidos a la enfermedad
[prorumpente languore] sirven para mostrar nuestra fe”[53].
Esta descripción tan prolija y macabra
de la enfermedad es utilizada por Cipriano para resaltar la fortaleza de ánimo
con que los cristianos se enfrentan a tan funesta enfermedad, incluso con
alegría[54], frente al miedo cerval de los paganos[55]. Actitudes que solo pueden explicarse,
según Cipriano, por las diferentes expectativas de cada uno de los grupos, pues,
aunque “es verdad que perecen en esta mortandad muchos de los nuestros; esto
quiere decir que muchos de los cristianos se libran de este mundo[56]. Esta mortandad es una peste para los
judíos, gentiles y enemigos de Cristo; mas para los servidores de Dios es
salvadora partida para la eternidad. Por el hecho de que sin discriminación
alguna de hombres mueran buenos y malos, no hay que creer que es igual la muerte
de unos y de otros. Los justos son llevados al lugar del descanso, los malos
son arrastrados al suplicio; a los fieles se les otorga en seguida la
seguridad; a los infieles, sin tardar el castigo”[57].
Esta estrategia del miedo basada en el
esquema de premio y castigo, experimentada por la comunidad cristiana con éxito
en la persecución de Decio[58], es aplicada ahora por Cipriano a la
epidemia, ya que “con el temor a la mortandad y a esta vida se enfervorizan los
tibios, se constriñe a los remisos, se animan los cobardes, se hace volver a
los desertores, se obliga a creer a los paganos, se convida al descanso a los
fieles veteranos. El bisoño y numeroso ejército que se incorpora a la milicia
durante la misma peste, se concentra en formación, cobrando más valor para
pelear sin temor a la muerte cuando llegue el combate”[59].
La epidemia, a pesar de su dimensión
terrorífica y mortal, no deja de ser una prueba necesaria y útil para mostrar
la auténtica valía del creyente y “[discriminar] las intenciones de los hombres,
si los sanos ayudan a los enfermos, si los parientes aman de verdad a sus
allegados, si los amos tienen piedad de sus esclavos enfermos, si los médicos
atienden a los pacientes que los llaman, si los violentos reprimen su
ferocidad, si los avaros apagan la insaciable sed de su codicia por lo menos
por temor a la muerte, si los orgullosos doblegan su cerviz, si los malvados
mitigan su audacia, si los ricos, al menos al morir sin dejar herederos, son
dadivosos para con sus parientes que ven perecer. Una prueba que sirve de
ejercicios [exercitia][60], no de rituales fúnebres [funera]
para nosotros: da fortaleza al ánimo, nos prepara para la corona con el
desprecio de la muerte”[61].
Frente a la réplica de algunos miembros
de la comunidad de que ellos estaban preparados para el martirio (una muerte
honorable), pero no frente a la peste (una muerte ignominiosa), Cipriano
dedicará los siguientes capítulos a mostrar que no es más que una mera excusa,
pues el martirio es una gracia de Dios y no una conquista humana[62], que debemos cumplir la voluntad de
Dios y no la nuestra[63], que hay un plan escondido de Dios para
cada creyente[64] y que no debe “llorarse por nuestros
hermanos llamados por el Señor y libres de este mundo, sabiendo que no se
pierden, sino que nos preceden; que, como viajeros, como navegantes, van
delante de los que quedamos atrás; que se puede echarlos de menos, pero no
llorarlos y cubrirnos de luto, puesto que ellos ya se han vestido con vestidos
blancos; que no debe darse a los gentiles ocasión de que nos censuren con toda
razón, de que viven con Dios y los lloremos como perdidos y aniquilados, y no
demos pruebas con verdaderos sentimientos de lo que predicamos con las
palabras”[65]. En el fondo, la manera de enfrentarse
a la muerte, bien sea en la persecución pasada, bien sea en la epidemia actual,
muestra de manera real la fe, pues “de nada sirve mostrar en la boca la virtud
y desacreditar su verdad con la práctica”[66].
La temática de que no hay que llorar la
pérdida de los seres queridos porque la muerte no es el final del camino sino
el paso a la eternidad será desarrollada más ampliamente mediante una serie de
citas escriturísticas y un exempla de corte bíblico en los capítulos 21
al 23[67]. Y Cipriano complementa su
argumentación con el c. 24, donde explica que, en el fondo, “querer quedarse en
el mundo largo tiempo es propio del que con él bien se aviene, del que se ve
atraído por sus caricias y los engaños de los placeres terrenos”[68]. Un capítulo cuyo final es un sumario
de los capítulos anteriores[69].
Además, este desapego al mundo es mucho
más fácil de llevar a cabo por cuanto la realidad presente nos muestra un mundo
caduco, que está llegando ya al final de su vejez (senectus mundi), una idea
sostenida por otros autores de su época, que veía en las numerosas calamidades
públicas que se estaban sucediendo en este tiempo el final del tiempo de
hierro, al que sucedería una nueva edad dorada: “Y si eso han de cumplir
siempre los servidores de Dios, mucho más debe hacerse ahora que el mundo va a
perecer y está envuelto en tantas ruinas y fuerzas destructoras, de modo que ya
vemos producirse graves males y sabemos que amenazan mayores; consideremos que
nos es gran ganancia el salir cuanto antes de este mundo… Pues ved que el mundo
se bambolea y se derrumba y es segura ya su ruina no por su vejez, sino porque
ha llegado a su fin; ¿y tú no das gracias a Dios, no te felicitas de que con
una muerte anticipada te libras de la ruina y naufragio y desastres que están
ya encima?”[70].
Una idea que viene a sumarse a la
inminencia del Reino de Dios del c. 2, amplía lo expresado en el c. 14 sobre
los premios y castigos, desarrolla lo escrito en el c. 25 sobre el necesario
desapego de este mundo y sirve como preámbulo del c. 26, con el que finaliza
este tratado: “Hemos de pensar, hermanos amadísimos, y reflexionar sobre lo
mismo: que hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la vida como
huéspedes y viajeros. Abracemos el día que a cada uno señala su domicilio, que
nos restituye a nuestro reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y
libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura a volver a su
patria? ¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los suyos, no desea vientos
favorables para poder abrazarlos cuanto antes? Nosotros tenemos por patria el
paraíso, por padres a los patriarcas; ¿por qué, pues, no nos apresuramos y
volvemos para ver a nuestra patria, para poder saludar a nuestros padres?”[71].
La inminente llegada del fin del mundo
permite al obispo cartaginés completar el plan literario de su tratado,
encaminado a sostener la unidad y el ánimo de la comunidad con una doble
estrategia: miedo para quienes no han vivido acordes a los mandamientos divinos
(sean paganos o cristianos no del todo fieles), consuelo para quienes se han
mantenido fieles a pesar del sufrimiento, al recordarles que las penas
presentes terminarán pronto, y podrán ver a Dios y reunirse con sus seres
queridos en el cielo[72]. Se puede escapar de la muerte por la
epidemia (como se había escapado de la persecución), pero de lo que no se puede
escapar es del fin del mundo[73].
2. Dionisio de Alejandría[74]
Nacido en una familia pagana y buena posición
económica, fue elegido como director de la escuela de Alejandría[75]
y ordenado obispo de la misma ciudad hacia 247/8[76].
Aunque la persecución contra los cristianos había comenzado un año antes en
Alejandría[77], el
edicto de Decio obligó a Dionisio a emprender la huida[78],
lo que le costó un duro ataque por parte de sus adversarios[79].
Tras la muerte de Decio volvió a Alejandría, pero durante el gobierno de
Valeriano fue desterrado en el año 257[80],
aunque volvió en el 260[81].
Dionisio murió hacia el 265.
Entre las numerosas obras que Dionisio escribió[82],
se conservan dos cartas donde se habla de la epidemia: una carta festal[83]
dirigida a Hieraco, un obispo de Egipto, donde Dionisio habla de una epidemia
que se había producido en Alejandría después de una revuelta interna (στάσις)
en la propia ciudad[84].
Y otra carta festal dirigida a la comunidad cristiana de Alejandría donde
Dionisio comenta el desarrollo posterior de esta epidemia y la actitud
completamente diferente de paganos y cristianos ante la misma[85].
Dado lo fragmentario de las fuentes y el uso tan
aleatorio que hace Eusebio de la correspondencia de Dionisio[86],
hay problemas con respecto a la datación de la primera carta: la mayoría se
inclina por fechar la primera en torno al año 261/2, asociando la revuelta
interna con el motín de Macriano contra Galieno[87],
sin embargo algunos investigadores proponen la fecha de 252 como probable, por
las revueltas que se produjeron a la muerte de Decio y concluyeron con la
llegada al poder de Valeriano, que habría comenzado su gobierno con una
persecución contra los cristianos[88].
Lo que nadie duda es que la segunda carta estaría compuesta al año siguiente de
la primera.
2.1. Carta festal
dirigida a Hieraco[89]
Al inicio de la carta Dionisio conecta la epidemia con
la revuelta interna producida en Alejandría utilizando referencias al Antiguo
Testamento: “[El Nilo] siempre corre manchado con sangre, por homicidios y
ahogamientos, como en tiempos de Moisés, cuando se convirtió para el faraón en
sangre y apestaba[90]… ¿O
cómo el gran río que sale del Edén podría lavar la sangre impura […]? ¿Y
cuándo podría quedar puro el aire infestado por los miasmas procedentes de
todas partes? Porque tales hálitos emanan de la tierra, tales vientos del mar,
tales efluvios de los ríos y tales exhalaciones de los puertos, que el rocío
podría ser el pus de cadáveres que se pudren en todos los elementos
indicados”[91].
Dionisio relee
los acontecimientos que están ocurriendo en Alejandría desde la historia
bíblica, estableciendo una estrecha conexión entre el desarreglo que se ha
producido en el cuerpo social (rebelión interna), con el que se lleva a cabo en
el propio cuerpo físico (epidemia). La naturaleza no puede reparar tal
desequilibrio y los cuerpos sin enterrar contaminan todo lo que van tocando a
su paso. Es tan grave el desajuste realizado que acaba por volver, como un
boomerang, a quien lo ha producido en forma de epidemia, que no es sino justo
pago por las ofensas llevadas a cabo por haber derramado la sangre del hermano
y no haber sido capaz ni de enterrarlo dignamente (cuerpo teológico).
Más adelante Dionisio describe los devastadores
efectos de esta plaga haciendo especial hincapié en la disminución de la
población y las consecuencias que tendrá con posterioridad: “Y luego la gente
se admira y está incierta de dónde provienen las continuas pestes [λοιμοί] y
las graves enfermedades [νόσοι], de dónde las corrupciones [φθοραί] de toda
especie y la variada y reiterada mortandad [ὄλεθρος] de los hombres, y por qué
la gran ciudad no sostiene ya en sí misma aquella tan grande muchedumbre de
hombres que antes alimentaba, comenzando por los niños de pecho, hasta los
ancianos de extrema vejez, pasando por el gran número de ‘viejos prematuros’,
como se les llamaba”[92].
Y prosigue: “Al contrario, los de cuarenta años y
hasta los de sesenta, que eran tan numerosos entonces, ahora su número no llega
a completarse, aunque estén inscritos y apuntados para la ración pública de
víveres[93]
desde los catorce hasta los ochenta años; y los que aparentan ser más jóvenes
parecen contemporáneos de los más viejos de entonces. Y de esta manera, aun
viendo constantemente disminuida y consumida la familia humana sobre la tierra,
no tiemblan, a pesar de acercarse más cada vez a su completa destrucción”[94].
Con el locus communis del “ubi sunt” empieza
Dionisio describiendo la vulnerabilidad del ser humano en diferentes grados
para explicar esta epidemia, comenzando por la más grave, las epidemias o
enfermedades de carácter colectivo (λοιμοί), luego las enfermedades
individuales (νόσοι), las condiciones insalubres y el deterioro físico (φθοραί)
y la condición mortal de la persona (ὄλεθρος). La palabra que utiliza para
describir la epidemia (λοιμός)[95]
es la clásica en su tiempo, especialmente desde que fuera utilizada por
Tucídides para describir la epidemia de Atenas en el 430 a.C.[96].
A continuación Dionisio se centra en los efectos de
esta epidemia en la ciudad de Alejandría: aunque parece afectar a todas las
franjas de edades, se ha cebado especialmente en los comprendidos entre los 40
y 60 años, dejando además graves secuelas entre los más jóvenes, que parecen
haber envejecido prematuramente. Y concluye con una severa amonestación a los
habitantes de Alejandría: a pesar de los daños producidos por la epidemia, no
parecen ser conscientes de que esta plaga les llevará a su destrucción como
ciudad.
2.2. Carta festal a los hermanos de Alejandría[97]
El inicio de la carta explica el hecho de que los
cristianos celebren la fiesta de Pascua en un contexto de dolor y sufrimiento
por la epidemia y comenta el elevado número de muertos que esta plaga ha
ocasionado y sigue produciendo, pues todavía está en activo. Lo mismo que en la
carta anterior, la historia bíblica permite explicar el sentido de la fiesta y
el número de fallecidos (como en el libro de Éxodo): “En la actualidad al
menos, ciertamente, todo son lamentaciones, todo llantos, y los gemidos
resuenan en toda la ciudad por causa de la muchedumbre de los muertos y de los
que cada día siguen muriendo; porque, como está escrito de los primogénitos de
Egipto, así también ahora ‘se ha levantado un gran clamor, pues no hay casa
donde no haya un muerto’[98];
y ¡ojalá no fuera más que uno!, porque en verdad son muchas y terribles las
cosas que han sucedido incluso antes de esto”[99].
Para explicar la celebración de la Pascua en tiempos
de dolor, Dionisio se remite a la persecución que los cristianos de Alejandría
habrían sufrido antes del edicto de Decio en el año 249, y que continuó con la
ley imperial[100]: si
aquel momento tan terrible no fue impedimento para vivir la Pascua (lo mismo
que el pueblo judío en Egipto), ahora tiene al menos igual sentido.
Es más, el sufrimiento injusto e inmerecido de las
persecuciones preparó a los cristianos parar soportar ahora la guerra civil, en
la que los cristianos no han participado, y la hambruna posterior:
“Primeramente nos expulsaron, y somos los únicos que, a pesar de estar
perseguidos por todos y condenados a morir, celebramos la fiesta, incluso
entonces, y cada lugar de tribulación [θλίψεως][101]
de cada uno se nos convirtió en paraje de asamblea festiva: campo, desierto,
nave, albergue, cárcel. Pero la más esplendorosa de todas las fiestas la
celebraron los mártires perfectos, regalados con el festín del cielo[102].
Y después de esto se echaron encima la guerra y el hambre, que sufrimos junto
con los paganos: hemos soportado solos los malos tratos que nos dieron, pero
hemos entrado a la parte en lo que ellos entre sí se hacían y padecían, y una
vez más hemos gozado de la paz de Cristo, que solo a nosotros nos ha dado[103]”[104].
Tras el breve paréntesis de la persecución, Dionisio
vuelve a la epidemia mostrando la situación común de paganos y cristianos
frente a esta plaga y el diferente sentido con que la viven. Igual que antes
había utilizado la Escritura, ahora hace uso de Tucídides, referencia obligada
sobre las epidemias en el mundo clásico: “Habíamos logrado, tanto ellos como
nosotros, un brevísimo respiro cuando irrumpió esta enfermedad [νόσος], cosa
para ellos más temible que todo temor [φόβου] y, por lo tanto, más cruel que
cualquier otra calamidad [συμφορᾶς], y como escribe un autor particular suyo, ‘única
cosa que haya sobrepujado a toda previsión’[105].
Mas no así para nosotros, que más bien fue un ejercicio [γυμνάσιον][106]
y una prueba [δοκίμον] en nada inferiores a las demás[107].
Efectivamente, en nada nos perdonó a nosotros, aunque mucho se cebó en los
paganos”[108].
Siguiendo con la temática de la diferencia entre
cristianos y paganos a la hora de enfrentarse a la epidemia, Dionisio se centra
en los cristianos: “En todo caso, la mayoría de nuestros hermanos, por exceso
de su amor [ἀγάπην] y de su afecto fraterno [φιλαδελφίαν], olvidándose de sí
mismos y unidos unos con otros, visitaban sin precaución a los enfermos [νοσοῦντας],
les servían con abundancia, los cuidaban [θεραπεύοντες] en Cristo y hasta
morían contentísimos con ellos, contagiados por el mal [πάθους] de los otros,
atrayendo sobre sí la enfermedad [νόσον] del prójimo y asumiendo
voluntariamente sus dolores [ἀλγηδόνας][109].
Y muchos que curaron [νοσοκομήσαντες] y fortalecieron a otros, murieron ellos, trasladando
a sí mismos la muerte [θάνατον] de aquellos y convirtiendo entonces en realidad
el dicho popular, que siempre parecía de mera cortesía: 'Despidiéndose de ellos
humildes servidores [περίψημα]’[110]”[111].
El ejercicio y la prueba de los cristianos animan al cuidado solidario de los
enfermos, como expresión concreta de su amor, despreocupándose incluso de su
propia suerte.
Un cuidado que se expresa en la despedida que los
cristianos hacían de sus difuntos: “En todo caso, los mejores de nuestros
hermanos partieron de la vida de este modo, presbíteros -algunos-, diáconos y
laicos, todos muy alabados, ya que este género de muerte, por la mucha piedad y
fe robusta que entraña, en nada parece ser inferior incluso al martirio. Y así
tomaban con las palmas de sus manos y en sus regazos los cuerpos de los santos,
les limpiaban los ojos, cerraban sus bocas y, aferrándose a ellos y
abrazándolos, después de lavarlos y envolverlos en sudarios, se los llevaban a
hombros y los enterraban. Poco después recibían ellos esto mismo, pues siempre
los que quedaban seguían los pasos de quienes les precedieron”[112].
La carta termina comparando el comportamiento ejemplar
de los cristianos con el de los paganos, donde el miedo invita a la huida y el
abandono, incluso de los seres queridos, salidas egoístas e insolidarias de la
enfermedad, fruto de una obsesiva preocupación por la salud individual y el
pánico social, que no evitan la muerte: “En cambio, entre los paganos fue al
contrario: incluso apartaban a los que empezaban a enfermar [νοσεῖν] y rehuían
hasta a los más queridos, y arrojaban a moribundos [ἡμιθνῆτας][113]
a las calles y cadáveres insepultos a la basura, intentando evitar el contagio
[διάδοσιν] y la compañía [κοινωινίαν] de la muerte, empeño nada fácil hasta
para los que ponían más ingenio en esquivarla”[114].
CONCLUSIONES
De las tres medidas que habitualmente se ponían en
marcha contra las epidemias en la Antigüedad[115]
la respuesta de Cipriano de Cartago y Dionisio de Alejandría no se centra ni en
la actuación de los profesionales de la salud (aunque permiten y animan su
trabajo), ni en la implicación de las autoridades, vista como hostiles por las
persecuciones, y tampoco plantean ninguna actuación religioso-mágica para
aplacar a los dioses, sino que se centran en: 1) modificar las ideas sobre la
epidemia; 2) plantear un modelo de personalidad capaz de enfrentarse a ella; y
3) animar a una serie de medidas caritativas para hacer más llevadera la
epidemia.
1) Los dos obispos no consideran la epidemia como un
“castigo de Dios” para restablecer el orden roto por las faltas humanas, sino
como una “prueba” a la que los cristianos debían hacer frente para mostrar su
auténtica valía. Tampoco ven que el remedio consista en aplacar la ira de los
dioses por medio de ceremonias propiciatorias para expulsar el mal, sino en el
cambio de conducta al que esta epidemia invita. Y mucho menos consideran que
sean ellos los “causantes” de la plaga, sino más bien los que la sufren, lo
mismo que el resto de personas[116].
Es decir, que el ser cristiano no salva de padecer la epidemia ni anima a
rituales para rechazarla, algo impropio de quienes creen en un Dios
misericordioso: ni echar las culpa a Dios, ni considerarlo tapa-agujeros de
cualquier mal o sufrimiento.
2) Dios no te protege de la enfermedad por ser
cristiano (mientras a los demás los deja a su albur), sino que te da el sentido
para vivirla de manera diferente, como se puede descubrir en la pasión, muerte
y resurrección de Jesucristo. De aquí la necesidad de una educación del
carácter, planteando un modelo de personalidad más acorde con los tiempos
difíciles que toca vivir. Una personalidad recia, dotada de ὑπομονή/patientia,
en su doble nivel de resistencia y perseverancia (hoy hablaríamos de
resiliencia)[117]. La
creencia en la vida eterna había hecho soportar a los cristianos los
sufrimientos, pérdidas y hasta muertes producidas por las persecuciones antes
de la epidemia, ahora esta misma fe les daba nuevas fuerzas para afrontar las
duras consecuencias de la plaga sin pesimismo ni resignación, sino con valentía
y sin miedo ante el futuro.
3) La epidemia, y lo que vino después, incentivó la
puesta en marcha de medidas de ayuda para las personas más necesitadas.
Mientras las posturas habituales en estos casos fueron la huida de los focos de
peligro (algo que podían llevar a cabo especialmente las personas del estamento
superior), o la resignación pasiva ante los designios de los dioses y la
búsqueda obsesiva por la salud personal, cayendo incluso en todo tipo de
supersticiones (algo más habitual en los estamentos inferiores), las
comunidades cristianas destacan por su capacidad para enfrentarse a la epidemia
con el cuidado y la atención a quienes habían caído enfermos o habían fallecido
(arriesgando incluso sus propias vidas), la preocupación por quienes se
encontraban más desguarnecidos ante esta situación de debacle social y la
mirada esperanzada en que la enfermedad no tenía la última palabra, sino el
amor benevolente de Dios.
Tanto en Cipriano como en Dionisio la epidemia vino
después de una persecución, donde habían abandonado sus respectivas sedes, por
lo que fueron objeto de duras críticas. Así la plaga les sirvió para
reivindicar su posición eclesial[118].
Mientras Cipriano se centró más en el primer y segundo punto, sin olvidar el
tercero, Dionisio destacó los puntos primero y tercero, mencionando en mucho
menor medida el segundo[119].
La consideración de la epidemia como “prueba” les permitió conectar no solo
persecuciones y epidemia[120],
sino la creación de una personalidad resistente a las adversidades y la
importancia crucial de la atención caritativa en estos momentos tan delicados.
Tres factores estrechamente unidos que contribuyeron, sin duda, al crecimiento
posterior del cristianismo.
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Fernando Rivas Rebaque
Departamento de Sagrada
Escritura e Historia de la Iglesia
Facultad de Teología
Universidad Pontificia
Comillas
Sede de Cantoblanco. C.
Universidad Comillas, 3-5
28049. Madrid (España)
https://orcid.org/0000-0002-9940-4712
[1] Enrique Gozalbes Cravioto e Inmaculada García García, “Una aproximación a las pestes y
epidemias en la Antigüedad”, Espacio, Tiempo y Forma. Serie II. Historia
Antigua 26 (2013): 65.
[2] Tácito menciona la epidemia del año 65 d.C., en tiempos
del emperador Nerón (cf. Anales XVI,3), Suetonio comenta la existencia
de otra epidemia en Roma en el año 78, bajo Vespasiano (cf. Vida de los doce
Césares. Vespasiano VIII).
[3] Cf. Enrique Gozalbes Cravioto e Inmaculada García García, “La primera peste de los Antoninos
(165-170). Una epidemia en la Roma imperial”, Asclepio. Revisa de Historia
de la Medicina y de la Ciencia LIX/1 (2007): 17. También
William H. McNeill, Plagues and Peoples (New York: Anchor Press, 1976),
103-109.
[4] Cf. James F. Gilliam,
“The Plague under Marcus Aurelius”, American Journal of Philology 82
(1961): 225-259; Gozalbes Cravioto y García García, “Primera peste”, 7-22; Christer Bruun, “The Antonine Plague, and the
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Publishing, 2010); Andrés Saez, “La
peste antonina: una peste global en el siglo II d.C.”, Revista Chilena de
Infectología 33/2 (2016): 218-221.
[5] Cf. Kyle Harper, “Pandemic and Passages to Late
Antiquity: Rethinging the plague of 249-270 described by Cyprian”, Journal
of Roman Archeology, 28 (2005): 223-260.
[6] Escritores de la
Historia Augusta, Galo y
Volusiano (Madrid: Librería de la viuda de Hernando, 1919), vol. II, 247.
[7] Zósimo, Nueva historia I,26 (Madrid:
Gredos, 1992).
[8] Cf. Dominique Castex,
Philippe Blanchard, “Témoignages
archéologiques de crise(s) épidémique(s): la catacomb des Saints Marcellin et
Pierre (Rome, fin Ier–IIIè s.)”, en Le regroupement des morts: genèse et
diversité archéologique, ed. Dominique Castex et al. (Bordeaux: Decitre, 2011),
289.
[9] Los Oráculos
sibilinos hablan del tiempo de Volusiano marcado por el hambre, la guerra y
la peste, cf Or. syb. XIII,147-148.
[10] Historia Augusta, El divino Claudio, 12,3
(Madrid: Akal, 1989), 603.
[11] Cf. Cipriano, De mortalitate 14, en San
Cipriano, Obras. Tratados.
Cartas (Madrid: BAC, 1964). Citado
a partir de ahora como De mort.
[12] Cf. McNeill, Plagues,
105 y Dionysios Ch. Stathakopoulos, Famine and Pestilence in the Late Roman and Early Byzantine Empire: A
Systematic Survey of Subsistence Crises and Epidemics (London: Routlege, 2004), 95.
[13] Néfissa Kmar Ben, Anne
Marie Moulin, “La peste
nord-africaine et la théorie de Charles Nicolle sur les maladies infectieuses”,
Gesnerus 67 (2010): 44.
[14] Cf Harper, “Pandemics”, 247.
[15] Cf. José Fernández Ubiña,
La crisis del siglo III y el fin del
mundo antiguo (Madrid: Akal, 1982); Roger Rémondon, La crisis del Imperio romano de Marco Aurelio a Anastasio
(Barcelona: Labor, 1984).
[16] Cf Hubert Jedin (dir.), Manual de la historia de la Iglesia, I. De la Iglesia primitiva a los
comienzos de la gran Iglesia (Barcelona: Herder, 1966),
332-336; Rosa Mentxaka, El edicto de Decio y su aplicación en
Cartago con base en la correspondencia de Cipriano (Santiago de Compostela:
Andavira, 2014).
[17] Cf San Cipriano, Ep.
59,6. También Harper, “Pandemics”, 225; Ion Berciu, Closca Băluţă, “Apollo
Salutaris à Apulum”, Latomus 31
(1972): 1047-1052.
[18] En el año 249 es
arrestado y ejecutado el obispo de Roma, Fabián, cf San Cipriano, Ep. 37,2. También William H. C.
Frend, “The Persecution: Genesis and
Legacy”, en The Cambridge History of Christianity, 1. Origins to
Constantine, dirs. Margaret M. Mitchell, Frances M. Young (Cambridge:
Cambridge University Press, 2008), 513-517.
[19] Cf. Johannes Quasten, Patrología, I. Hasta el concilio de
Nicea (Madrid: BAC, 19783), 635-676; San Cipriano, Obras, 1-45; Id., La unidad de la Iglesia. Padrenuestro. A Donato (Madrid: Ciudad
Nueva, 2001), 13-37; Victor Saxer, “Cipriano”,
en Diccionario patrístico y de la Antigüedad cristiana, dir. Angelo di
Berardino, vol. I (Salamanca,
Sígueme, 1991), 416-419; Allen Brent, Cyprian
and Roman Carthage (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 2-289.
[20] Cf Poncio, Vida de san Cipriano 2,2-3
(citado a partir de ahora como Poncio, Vida);
Jerónimo, De viris illustribus 67; Lactancio, Instituciones divinas
5,1,25.
[21] De aquí sus escritos Sobre
los apostatas, La unidad de la Iglesia y la mayoría de sus cartas.
[22] Cf Brent, Cyprian, 8-18.
[23] Poncio, Vida 9.
[24] Ib.
[25] Fechada hacia el otoño
del 252, cf. San Cipriano, Obras,
272-295.
[26] Escrito en otoño del 252,
en el momento álgido de la epidemia, dirigido a los fieles cristianos para
invitarles a llevar a cabo las obras de caridad, cf. San Cipriano, Obras, 229-252.
[27] Escrita en la primavera
del 253, está dirigida a los miembros de la comunidad cristiana de Cartago para
animarles durante la epidemia que tenía lugar en este tiempo, cf. San Cipriano, Obras, 252-272, citado desde
ahora como De mort.
[28] Escrito en el año 256,
sigue en gran medida el De patientia de Tertuliano, cf San
Cipriano, Obras, 295-315.
[29] La mayoría de los autores
la fecha en el año 253. Cf. Giuseppina Stramondo,
Studi sur De mortalitate di Cipriano: testo e traduzione
(Catania: Università di Catania, 1964); John H. D. Scourfield, “The De
mortalitate of Cyprian: Consolation and Context”, Vigiliae Christianae
50 (1996): 12-41; Brent, Cyprian,
106-108; Mario Ruggiero, “Cipriano.
La pestilenza”, en Cipriano-Paolino di Nola-Uranio, Poesia e teologia della
norte (Roma: Città Nuova, 1984), 14-19; Bertrand
de Margerie, “L’intérêt théologique du ‘De mortalitate’, de saint Cyprien”, Sciences
ecclésiastiques 15 (1963): 199-211.
[30] La mortandad debida a la
peste.
[31] De mort. 1.
[32] “El Señor ha querido poner
a prueba a sus hijos, y como una paz larga había aflojado los preceptos que
nos enseñó Dios, la justicia del cielo se encargó de levantar nuestra fe
decaída y casi diría aletargada”, San Cipriano,
Sobre los apóstatas 5.
[33] En el mundo mediterráneo
antiguo la valía de la persona se mostraba en su confrontación (ἄγων, “lucha”)
con otras personas y su capacidad para aguantar las adversidades de todo tipo
(ὑπομονή, patientia).
[34] Cf Mt 24,6-9 y, sobre
todo, Lc 21,11-12, donde junto a las guerras, las hambrunas y los terremotos
aparecen las pestes, en conexión con la persecución y en un contexto netamente
escatológico.
[35] De mort. 2.
[36] Lc 21,31.
[37] De mort. 9.
[38] Tanto la cita de Rom 1,17
como el exemplum de Simeón (cf. Lc 2,29) son empleados por Cipriano para
hablar de la fe.
[39] Esta afirmación es
confirmada por las referencias a Jn 16,20 y 22 que aparecen en De mort. 5.
[40] Ib. 9. Cf Rom
8,18.
[41] De mort. 9.
[42] Cf Eclo 2,1.4-5.
[43] Cf. De mort. 10.
[44] En ambos exempla
se resaltan los sufrimientos físicos: “Viéndose [Job] cubierto por todo su
cuerpo de llagas y gusanos” y “padeciendo [Tobías] la ceguera de la
vista”; ambos son “tentados” por sus respectivas mujeres y a ambos se les
alaba por su paciencia/perseverancia en los momentos de dificultad, cf. De mort.10.
[45] Cipriano usa ambos
términos como sinónimos, aunque parece tener cierta predilección por tolerantia.
[46] De mort. 11.
[47] Sobre la murmuración, cf.
Núm 17,25; Sal 50,19; acerca de sobrellevar las dificultades, cf. Dt 8,2; 13,4.
[48] De la misma manera que
antes había puesto a Job y Tobías para mostrar la patientia/tolerantia.
[49] Una persecución que
explica De mort.12.
[50] Cf Carta 58,
escrita a finales de la primavera de 252, en San Cipriano, Obras, 552-663.
[51] Eclo 26,5: cita habitual
en el motivo de la prueba.
[52] De mort. 13.
[53] Ib. 14.
[54] “[La peste] sirve para
mostrar nuestra fe. ¡Qué grandeza de alma luchar sin conmoverse el ánimo contra
tantos ataques de la peste [vastitatis] y mortandad [mortis]!
¡Qué superioridad permanecer en pie sin doblarse en medio de tantas ruinas de
los hombres, sin quedar derribado como los que no tienen esperanza en Dios, y
alegrarse, en cambio, y aprovechar la ocasión que se nos ofrece de alcanzar el
premio de esta vida y de la fe de la mano del juez, si damos pruebas
manifiestas de nuestra fe con viril fortaleza y seguimos el camino estrecho que
lleva a Cristo a través de la paciencia en los trabajos!”, De mort. 14. Una fortaleza de
ánimo ante el dolor con un claro trasfondo estoico, cf. Cicerón, A Bruto I,9,2; A Ático 12,10,27;
Séneca, Ep. 63,1; 99,16.
[55] Cf. De mort. 14. La repetición hasta en
cuatro ocasiones del “tema morir” viene a resaltar este temor.
[56] La idea de que la muerte
es un abandono de las complicaciones del mundo (cf De mort. 15 y 20) podría ser visto como un desarrollo cristiano
de algunas ideas paganas de la muerte como abandono de las miserias de la
existencia humana, cf. Scourfield, “De mortalitate”, 40, n. 104.
[57] De mort. 15.
[58] Cf. De mort. 15.
[59] Ib.
[60] Se refiere a todo tipo de
ejercicios preparatorios para las competiciones atléticas (o incluso
militares), cf. Peter G. W. Glare (coord.),
Oxford Latin Dictionary (Oxford: Oxford University Press, 1968), 641 y
Félix Gaffiot, Dictionnaire
latin-français (Paris: Hachette, 2016), 566.
[61] De mort. 16.
[62] Cf. ib. 17.
[63] Ib. 18.
[64] Cf. ib. 19, con el
exemplum de un obispo norteafricano.
[65] Ib. 20. Algo muy
parecido a lo que había escrito antes un autor al que Cipriano admiraba,
Tertuliano, De patientia 9,2-3 (Paris: Cerf, 1984), 92 ed. Jean-Claude
Fredouille (Sources Chrétiennes 310).
[66] De mort. 20.
[67] El c. 21 basándose en la
cita de 1Tes 4,13-14 y Jn 11,25-25; el c. 22 en Flp 3,20-21 y Jn 17,24: una
cita paulina y joánica en ambos casos; el c. 23 en el exemplum bíblico
de Henoc (cf. Gén 5,24) y las referencias de Sab 4,11.14 y Sal 83,2-3.
[68] De mort. 24. Un desapego del mudo que es completado por la cita
de 1Jn 2,15-17.
[69] De mort. 24.
[70] Ib. 25.
[71] Ib. 26.
[72] Cf. De mort. 26.
[73] “Cyprian warns his people
of the torments of hell. He also tells them that the earth is a place of pain,
trouble, and danger; a place of storms (c. 3), a place where every day
Christians have to fight against the devil and his armoury (c. 4). Nor is it a
Christian's real home. Life on earth is captivitas (c. 18); the true Christian
patria is paradise (c. 26). But earthly life is of only temporary duration; the
sufferings of the faithful will be brought to an end, to be succeeded by
everlasting joy”, Scourfield, “De mortalitate”, 29.
[74] Cf Joseph Burel, Denys d’Alexandrie: sa vie, son
temps, ses oeuvres (Paris: Bloud, 1910); Charles L. Feltoe, Saint Dionysius of Alexandria.
Letters and Treatrises (London-New York: Society for Promoting Christian
Knowledge-McMillan Company, 1918), 9-35; Quasten,
Patrología, I., 398-404; Pierre Nautin,
“Dionisio de Alejandría”, en Diccionario patrístico I, 609-610; Manlio Simonetti, “Dionisio de
Alejandría”, en Diccionario de los santos, eds. Claudio Leonardi, Andrea
Riccardi, Gabriella Zarri, vol. I
(Madrid: San Pablo, 2000), 626-629.
[75] En el año 247, después de
Heraclas, cf. Eusebio de Cesarea, Historia
eclesiástica VI,29, (Madrid, BAC, 1973), vol. II, ed. Argimiro Velasco
Delgado. Citado desde ahora como HE.
[76] Ib. VI,35.
[77] Ib. VI,41-42.
[78] Ib. VI,40.
[79] Ib. VII,11.
[80] Ib. VII,11,22-25.
[81] Ib. VII,13: un
rescripto de Galieno, hijo de Valeriano, permite el regreso de ciertos obispos
a Egipto, entre ellos Dionisio a Alejandría.
[82] Ib. VI,45-46;
VII,2.4-5.7 (apóstatas, penitencia y bautismo de herejes); VII,6 (cuestiones
trinitarias); VII,20 (fecha de Pascua)…
[83] Las cartas festales son una
serie de epístolas dirigidas a las comunidades cristianas donde se hablaba no
solo de la fecha de la fiesta de Pascua, sino de circunstancias o problemas de
su tiempo.
[84] HE VII,21,7-10.
[85] Cf. ib. VII,1-11.
[86] Cf Hugh J. Lawlor, Eusebiana.
Essays on the Ecclesiastical History of Eusebius, Bishop of Caesarea
(Oxford: Oxford and the Clarendon Press, 1921), 160-178, y Charles L. Feltoe, The
Letters and Other Remains of Dionysius of Alexandria (Cambridge: Cambridge
University Press, 1904), XXIX-XXXII.
[87] Cf. Stewart I. Oost, “The
Alexandrian seditions under Philip and Gallienus”, Classical Philology
56 (1961): 1-20. También Feltoe, Letters, 85.
[88] Marta Sordi piensa en los
años 252-253, cf. “Dionigi d’Alessandria, Commodiano ed alcuni problemi della
storia del III secolo”, Rendiconti della Pontificia Academia di Archeologia
35 (1962-63): 126-127. Cf. Lawlor,
Eusebiana, 172-173 y Velasco Delgado en HE, 464, n. 151. Esta
datación cobra una mayor verosimilitud por su estrecha conexión con la “peste
cipriana”, salvo que consideremos que la epidemia del 262 hubiese sido un
rebrote de la misma epidemia, o una nueva epidemia, algo que no aparece en las
fuentes disponibles.
[89] Cf. HE VII,21,2-10.
[90] Cf. Éx 7,20-21 (Moisés
convierte el agua del Nilo en sangre y el río quedó apestado).
[91] HE VII,21,6-8.
[92] Ib. VII,21,9
[93] Todos los que recibían su
porción de frumentum publicum a cargo del Imperio, lo mismo que los
ciudadanos de Roma, y estaban inscritos en un registro especial.
[94] HE VII,21,9-10.
[95] Cf. Henry George Liddell,
Robert Scott, A
Greek-English Lexicon (Oxford: Clarendon Press, 1996), 1060 y Anatole
Bailly, Dictionnaire Grec-Français (Paris; Hachette, 2020), 1465, rev.
Gérard Gréco.
[96] Cf Tucídides, Historia de la guerra del
Peloponeso II,47,3-54,5 (Madrid: Gredos, 1990), 463-479.
[97] Cf. HE VII,22,2-11.
[98] Éx 12,30.
[99] HE VII,22,2-3.
[100] Una persecución que el
propio Dionisio habría sufrido, cf HE VI,40.
[101] Término técnico para
referirse a la persecución que sufren los cristianos, cf Mt 13,21; 24,9.21.29;
Mc 4,17; 13,19.24…
[102] Podría haber una referencia
a la etimología de “pascua”, “paso”, en este caso el paso de los mártires de la
tierra al cielo, del sufrimiento al gozo eterno.
[103] Cf Jn 14,26: “La paz os
dejo, mi paz os doy”; que continúa con: “No os la doy como el mundo la da. No
estéis angustiados ni tengáis miedo”.
[104] HE VII,4-5.
[105] Tucídides, Historia II,64,1 (discurso
de Pericles sobre la plaga de Atenas), 490.
[106] Cf HE VII,11, donde se
habla de que el obispo de Alejandría habría escrito una carta Sobre el
ejercicio [γυμνασίου]
[107] Cf el gran parecido con los
“ejercicios” de De mort. 16.
[108] HE VII,22,6.
[109] Expresión usada en el mundo
clásico para indicar el “hacerse responsable de algo”, cf Homero, Odisea XIX,92; Herodoto, Historias I,155.
[110] La habitual expresión
cortés de despedida adquiere aquí su auténtico sentido porque la palabra
“servidor [περίψημα]” se refiere a la víctima expiatoria que se ofrece por los
demás, cf 1Cor 4,13; Ignacio de Antioquía,
A los efesios 8,1 y 18,1.
[111] HE VII,22,7.
[112] Ib. VII,22,8-9.
[113] Cf. Tucídides, Historia, II,52.
[114] HE VII,22,10.
[115] Y no solo de la Antigüedad,
muy ilustrativos en este sentido son Daniel Defoe, Diario del año de la peste, Barcelona
(Barcelona: Impedimenta, 2010 [publicado originalmente en el 1722]) y Albert
Camus, La peste (Barcelona:
Seix Barral, 1983 [escrito en el 1944]), otro norteafricano, mil setecientos
años antes de Cipriano de Cartago.
[116] En
el s. II los cristianos se ven como “chivo expiatorio”, cf Tertuliano, Apologético 40,2. Las múltiples
calamidades públicas que se produjeron en el s. III animaron las críticas
paganas a los cristianos como culpables de las mismas, por su abandono de la
religiosidad tradicional, lo que obligó a combatirlas a los autores cristianos,
cf San Cipriano, A Demetriano
2-3. A finales del s. IV Arnobio dará la vuelta al argumento y considerará al
paganismo como el culpable de las epidemis, cf. Adversus gentes 1,4.
[117] Cf. Alan Kreider, The Patient Ferment of the Early
Church. The Improbable Rise of Christianity in the Roman Empire (Grand
Rapids: Baker Academic, 2016), 13-36.
[118] A este tercer aspecto
Cipriano dedicó en exclusiva Sobre las buenas obras y las limosnas.
[119] Cf. las referencias al
“ejercicio”.
[120] El concepto de muerte en el
cuidado a los enfermos como martirio, que aparece en Dionisio de Alejandría, es
sin duda una de las aportaciones más importantes en este terreno.