Doi:
https://doi.org/10.17398/2340-4256.15.427
LA RESISTENCIA FRANCESA A LA IDEA DE IMPERIO Y EL NACIMIENTO DE LA
RAZÓN CATÓLICA DE ESTADO EN LA ÉPOCA DE RICHELIEU
THE FRENCH RESISTANCE TO THE
EMPIRE IDEA AND THE BIRTH OF THE CATHOLIC REASON OF STATE AT THE TIME OF RICHELIEU
Domingo González Hernández
Universidad de Murcia
Recibido: 31/06/2019 Aceptado: 23/09/2019
Resumen
El Imperio ha sido, junto a la polis y el Estado, una
de las grandes formas políticas de la historia occidental. Por su carácter
misional y universalista, la idea de Imperio ha podido resultar problemática
para el despliegue de las categorías propias al pensamiento político. Ninguna
nación europea representa mejor que Francia la resistencia histórica e
intelectual de la nueva forma política estatal frente al Imperio. A la sombra
de la figura histórica de Richelieu, “fundador de la Europa moderna” en palabras
de Hillaire Belloc, este trabajo explora los orígenes de la “razón católica de
Estado” en las ruinas de la vieja Cristiandad.
Palabras clave: Imperio, Estado, Francia, Richelieu, razón de Estado.
Abstract
The Empire has been, together with the polis and
the State, one of the great political forms of Western history. Due to its
missionary and universalist nature, the idea of Empire has been problematic for
the deployment of the categories proper to political thought. No European
nation represents better than France the historical and intellectual resistance
of the new state political form against the Empire. In the shadow of the
historical figure of Richelieu, "founder of modern Europe" in the words
of Hillaire Belloc, this work explores the origins of the "Catholic reason
of state" in the ruins of the old Christianity.
Keywords: Empire, State, Franc, Richelieu, reason of State.
I. Francia,
el Anti-Imperio
Todo intento de construir una metafísica de las naciones
está abocado al fracaso. Queda, sin embargo, la posibilidad de afirmar una
definición de la íntima afinidad de las naciones con ciertas formas políticas a
partir de su biografía histórica. En el caso de Francia, esta biografía no deja
de plantearse históricamente a partir de una paradoja ciertamente
desconcertante. Francia, la única nación que conserva el nombre de la tribu
germánica que restauró el Imperio en Europa, ha sido la nación que más lo ha
combatido. Según Von Lohausen,
De entre las potencias diversas que, una a una, fueron
afrontando al Imperio de los Habsburgo, Francia se convirtió, cada vez más
después de Luis XI, en el alma de la rebelión. Si bien la realeza francesa
tenía los mismos orígenes que el Imperio Alemán, Francia era, por naturaleza,
el anti-Imperio[1].
El general austríaco Von Lohausen, uno de los grandes
expertos en geopolítica del siglo XX, veterano de la II Guerra mundial a las
órdenes de Rommel, insistía en sus análisis en que el sentido y la relación con
el espacio, las necesidades y las pasiones de los pueblos, son motores de la
historia del mundo que ninguna religión ni ideología pueden contrarrestar.
Estas consideraciones pueden parecer chocantes si se aplican a la definición de
la personalidad histórica de la nación francesa. ¿No ha sido acaso la patria
que se ha derramado con genuina convicción (al menos en sus declaraciones) al
servicio de una misión de corte universalista, ya sea religiosa (las Cruzadas)
o laica (los Derechos del Hombre)? ¿Y no ha sido también la nación que no ha
dudado en servirse de esas “causas sagradas” (por retomar la expresión de
Michael Burleigh[2]) para
“profesar un egoísmo nacional feroz” y el “prejuicio de la Patria”
(Maurras)? No será fácil encontrar a
ningún otro pueblo europeo capaz de soportar mejor la dura carga de una
simbiosis imposible entre el universalismo sagrado y el nacionalismo
chovinista. De ahí que el análisis geopolítico alemán de autores como Von
Lohausen sea tan valioso. Fueron estudiosos como él los que señalaron la llamativa
libertad de Francia a la hora de escoger sus propias causas históricas en
comparación con otras naciones, condicionadas por una geografía que limitaba su
margen de acción en contraste con la desahogada posición geopolítica francesa:
Para los geopolitólogos alemanes, Francia, por el
hecho de su situación geográfica, goza de una libertad de acción que no
tuvieron jamás ni España, ni Italia, ni Alemania. Históricamente, estos tres
países tuvieron que afrontar directamente a los sarracenos, los eslavos y los
magiares. No podían obrar sino en relación a sus necesidades. Francia, sin
embargo, tuvo la libertad de escoger realmente su política, de proclamar las
Cruzadas y los Derechos del Hombre[3].
En efecto, lejos de ver en ello una oposición
insalvable, tal vez sea su privilegiada posición geoestratégica la que explique
en buena medida la afición histórica de Francia a encabezar las grandes causas
sagradas de cada época y a servirlas atendiendo en primer lugar a los intereses
marcados por la política del individualismo nacional. En Francia, las misiones
universales se declinan siempre en el binomio político amigo/enemigo.
La peculiar configuración histórica de la identidad
francesa es una de las claves más relevantes para entender el éxito con el que
afrontó políticamente a los Imperios sin dejar de defender, sobre el papel, las
causas sagradas con que estos últimos justificaban la legitimidad de su
hegemonía. La hija primogénita de la Iglesia fue la nación católica que
combatió con más eficacia al Sacro Imperio Romano Germánico. Gracias al
testimonio de Francia entendemos mejor la inextirpable dimensión política de
las llamadas “guerras de religión”. Ni siquiera en ese contexto histórico, de
místico fervor en defensa de la fe, la dialéctica amigo/enemigo podía
traducirse sin falsificación histórica en cualquier otra clase de binomio moral
o religioso completamente cristalino. Ahí estaba Francia y la política de sus
reyes para desmentirlo. Una vez más, Francia “elegía” su política con plena
libertad y lo hacía contra el Imperio y en nombre de la misma causa religiosa.
Nunca el Imperio tuvo un enemigo más fiero, pues no solo frustraba sus
expectativas de supremacía con la fuerza de sus ejércitos sino que lo hacía
también con la autoridad de sus obispos y cardenales, así como de los
incontables Papas afectos a los desvelos de su hija primogénita. Aunque
separada muy pronto del destino imperial de Carlomagno, Francia conservó, no
obstante, la marca genética y fundacional de una misión divina en competencia
“mimética” con el Imperio. Es quizá uno de los rasgos más definitorios de su
identidad.
¿Quién es el culpable del complejo francés de
superioridad, de la Grandeur
autoasumida de la fille aînée de l’Église?
Los psicólogos hablan del síndrome del “niño emperador” para referirse a los
niños que acaban por dominar a sus padres. Es una curiosa fórmula ya que, en el
caso de Francia, el síndrome aquejó paradójicamente a la nación llamada a
combatir al Imperio empujada por el privilegio de primogenitura de su filiación
con la Iglesia. Y al igual que los psicólogos señalan la responsabilidad de la
educación de los padres para comprender la formación del carácter de esos niños
imperiales, también en nuestro caso debemos señalar a los padres de Francia (el
Imperio de Carlomagno y la Iglesia Católica) como los principales responsables
de una educación conducente a la afirmación de un orgullo nacional basado en la
suprema legitimidad de una misión divina. “Los obispos hicieron a Francia como
las abejas hacen la colmena”, escribió Joseph de Maistre. Esta observación no
carece de valor pero parece incluso demasiado restrictiva. Fue la Iglesia
entera la que alimentó la vanidad religiosa de la nación francesa. Fue la Iglesia
quien le dio forma, quien la cultivó sin dejar de excitar y glorificar con su
educación los logros y conquistas de su hija predilecta.
II. Un
Estado contra el Imperio: Richelieu, fundador de la Europa Moderna
En este trabajo sostendremos que buena parte de las
tensiones de la historia y la identidad de Francia se ajustan a la aporía de la
forma política con la que ha querido servir a su misión universal. El Estado ha
sido una herramienta particularista que ha determinado buena parte de las
dinámicas históricas que explican la oposición francesa al Imperio. La victoria
de Francia en el siglo XVII contra la hegemonía española fue también la
victoria de la forma política estatal frente a la forma política imperial.
¿Dónde situar las raíces históricas de esta
encrucijada? El colombiano Nicolás Gómez Dávila escribió: “El Estado moderno es
la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un
organismo autónomo que la explota”[4].
Francia elaboró un aparato para su defensa. Y el arquitecto de ese aparato fue
el Cardenal Richelieu. La clave para entender la génesis de ese aparato se
encuentra, en plena sintonía con la tesis hobbesiana, en la guerra civil que
desangraba a una Francia cada vez más dividida en facciones religiosas,
políticas y sociales. Como recuerda Philippe Erlanger, biógrafo de Richelieu:
Nadie fue un creador más grande que Armand du Plessis.
Cuando la tomó en mano, Francia no era solamente una nación a la deriva, la
anarquía total la devoraba, su debilidad frente a las otras potencias la
convertían en una especie de bien vacante, una entidad casi virtual. Nada
parecía imposible: su desagregación, una república protestante del Midi,
provincias que proclaman su independencia, otras que caen en manos de los
Habsburgo, un fraccionamiento, una satelización, una decadencia similar a la de
Italia[5].
Es aquí donde aparece la idea y la política fundadora
de Richelieu. La excepcionalidad política de la Francia destruida por las
guerras de religión abría el horizonte histórico a la afirmación de nuevas
posibilidades de definición política. Como escribe Dalmacio Negro:
En los momentos fundacionales de una unidad política
-un importante locus clásico de la
filosofía política prácticamente abandonado-, la situación es de suyo
excepcional, siendo entonces esencial la decisión. Pues la excepción política
nunca versa sobre algo objetivamente existente y determinable, sino que tiene
el carácter de innovación de acuerdo con una idea rectora: es una decisión
histórica, sobre el futuro, para hacer viable una posibilidad histórica. En
ella se descartan otras posibles opciones, a favor de lo que se elige e impone[6].
Erlanger lo expone a su manera elevando la dimensión
histórica de la figura del Cardenal Richelieu a la condición de fundador de una
nueva nación política tras la construcción del primer Estado moderno digno de
tal nombre:
Luis XIII quería devolver su grandeza y cohesión a
este reino perdido. Apoyado en él, Richelieu hizo mucho más: lo remodeló y,
transformándolo por una revolución bastante similar a las del siglo XX, lo
obligó a salir de su crisálida para convertirse en un país moderno[7].
Francia era sin duda la alumna más aventajada de
Europa para la edificación definitiva de la nueva forma política. Educada por
la Iglesia, imitaba también al Imperio que renació con la dinastía franca. El
nuevo modelo francés tomó muchos elementos tanto de una (la Iglesia) como del
otro (el Imperio) y nadie mejor que un cardenal católico francés entregado al
servicio de la monarquía capetiana para sentar las bases del nuevo orden
político que asegurara la fortaleza del Estado recién inaugurado frente a los
muchos enemigos interiores y la amenaza exterior imperial.
En la práctica, fueron decisivos para la consolidación
y configuración de la estatalidad la acción y el trabajo de eclesiásticos como
Cisneros, Wolsey, Richelieu o Mazzarino. […] Todos ellos bajo la impronta del
modo de pensamiento eclesiástico aún dominante, que determinaba las actitudes
generales. El resultado fue que el Estado, (…), imitó y tomó de ella (la
Iglesia) mucho más que las potestades: por ejemplo, la idea secularizada de
cuerpo político derivada del concepto teológico del cuerpo místico en el que el
individuo ontológico se convierte en individuo social, o la idea de jerarquía y
de una administración burocrática en gran escala, y, en el trasfondo de todo
ello, como impulsora y justificadora de su actividad, la citada idea dinámica
de misión, aplicada ahora a la seguridad temporal[8].
En su biografía del Cardenal, Hillaire Belloc bautiza
a Richelieu nada menos que como “fundador de la Europa moderna”[9].
Consecuencia de ello, por último, y sobre todo, fue la
creación, en el centro de Europa, de una nueva nación moderna, altamente
organizada y sometida a un fuerte centralismo monárquico, que, alcanzando
rápidamente las cimas del genio creador tanto en literatura, como en las artes,
como en la ciencia militar, había de constituir un modelo que sirviera de
ejemplo al nuevo ideal nacionalista. Esta nueva nación organizada era Francia;
y el hombre que llevara a cabo todo esto fue Richelieu. Él fue quien,
subordinándolo todo a la monarquía que servía (y, por tanto, a la nación), hubo
de consolarlo todo bajo la autoridad de la corona. […] Él fue quien, por obra y
gracia de su sola voluntad, logró consolidar el siglo XVII, y con él, aunque
involuntariamente, la Europa de ayer. Obra suya es la Europa moderna[10].
Es necesario interpretar la obra del nuevo
cardenal-ministro (o del ministro-cardenal, para ser más exactos con su
ejecutoria histórica) en la óptica de la batalla teórica entre los derechos de
la religión y los de la política. Esta batalla de largo alcance se ventilaba
con el telón de fondo de las guerras de religión que sacudieron el viejo
continente, y solo alcanzaron una solución tras el éxito político de la obra de
Richelieu al frente del aparato estatal por él construido para servir a la
monarquía francesa. Según Marcel Gauchet, la historia de las relaciones entre
lo político y lo religioso comienza con milenios de colonización religiosa de
la política, es decir milenios de “ocupación” religiosa de un terreno político
acostumbrado a vivir en una minoría de edad tutelada por una mentalidad arcaica
de carácter mítico-sagrado[11].
No hay que olvidar que “lo político salió del seno de lo sagrado”[12],
como nos recuerda Dalmacio Negro. Con el advenimiento del cristianismo, “la
religión de la salida de la religión”, se instaura un nuevo marco de
relaciones, en el que lo político comienza a conquistar su independencia. En la
modernidad triunfante se invierten las tornas y asistimos, por el contrario, a
la colonización política de la religión (las religiones políticas o seculares
representan quizá el estadio más avanzado de este proceso). Hoy llegamos quizá
a la colonización filosófico-universalista de lo político por la ideología
humanitaria de la democracia religiosa y los derechos humanos, nueva forma de
evangelio secular y antipolítico que reivindica sus fueros con fervor
mesiánico.
Octavio Paz dejó apuntado que la política limita a un
lado con la guerra y al otro con la filosofía. La filosofía representa, en
efecto, la forma-límite de un universalismo que fue siempre el punto de mira de
la forma política imperial (pagana o cristiana). Frente a ella, la forma
estatal, de matriz particularista, se define por el límite y la frontera de la
enemistad, formulada a partir de criterios políticos, y tendente a eliminar
progresivamente residuos morales o religiosos.
¿Qué representa la obra de Richelieu en el esquema
transhistórico de Gauchet? En la tensión de la doble condición presente en la
figura de Richelieu, ministro de una monarquía católica que acabó por difuminar
a un príncipe de la Iglesia, se encarna, a modo de epítome, la transición
moderna del polo religioso hacia el polo político. Su significación tal vez no
se distinga (aparentemente) de otros cardenales con responsabilidades políticas
similares, como Cisneros o Wolsey. Pero su relevancia decisiva en la
construcción de la ratio status que
iba a imponer la nueva potencia hegemónica de Europa le dota necesariamente de
un protagonismo superior. Su labor debe interpretarse como un ejercicio
declarado de afirmación de la primacía de la política (estatal) y de su lógica
(amigo/enemigo) por encima de las exigencias del guion religioso al que
presuntamente debía atender un pastor de la Iglesia. Lo llamativo en este caso
es que esta afirmación no se produce en el marco de las nuevas relaciones
generadas por el pensamiento de matriz luterana con el que frecuentemente se
asocia el predominio de la nueva hegemonía estatal, sino en el contexto de la
monarquía católica más antigua de Europa[13].
El nuevo Estado de Richelieu al servicio de Luis XIII
se afirma hacia dentro contra los restos de la aristocracia feudal, contra la
alta nobleza levantisca, y sobre todo, contra el “Estado dentro del Estado”
representado por la minoría hugonote todavía infiltrada en el cuerpo político y
social de la nación. En su decidida voluntad de luchar en el exterior contra el
Imperio austro-español también despliega sus energías contra el enemigo
interior, el partido devoto “colaboracionista” que, por razones esencialmente
religiosas, se presentaba como aliado francés de la monarquía de los Habsburgo.
El golpe fracasado contra Richelieu en la famosa “jornada de los incautos”[14]
arruinó las últimas esperanzas del partido devoto proespañol. Como resumió
Ethienne Thuau en su estudio sobre la razón de Estado en la época de Richelieu,
“en relación con la sociedad organizada, este autoritarismo traduce la voluntad
de destruir las solidaridades infranacionales de la misma manera que destruye
la solidaridad supranacional de la Res Publica christiana”[15].
El fortalecimiento del nuevo aparato estatal requería la completa sumisión al
nuevo orden del viejo entramado estamental, así como de la élite hugonote
disidente, en significativo contraste con la tolerante pastoral que Richelieu
había sostenido en su época del obispado de Luçon. Pero ahora el cardenal no
obraba como hombre de Iglesia sino como el ejecutor inflexible de la política
que asegurara la nueva grandeza de la monarquía francesa. El éxito del ministro
de Luis XIII es inseparable del nuevo orden europeo que sucederá a su muerte y
que difícilmente puede desvincularse de su obra. El Ius Publicum Europaeum consagrado en el tratado de Westfalia fue,
en el fondo, un Ius Publicum Richelieuano.
Advertíamos anteriormente de que la lógica de la obra
del ministro-cardenal se definía por su novedosa jerarquía de principios en la
dirección de los asuntos del reino, tanto en el interior como en el exterior.
Ya fuera contra los hugonotes, contra la nobleza, contra el partido devoto o
contra el Imperio, la línea de actuación del antiguo obispo se cifraba en el
espíritu de la primacía de la política, y más concretamente, en esa máxima de
la inteligencia política consistente, según Raymond Aron[16],
en convertir al enemigo de ayer en el aliado de hoy. La monarquía católica de
Luis XIII no dudó en pactar con las fuerzas protestantes extranjeras al tiempo
que combatía el cáncer hugonote de La Rochelle. Todo ello en nombre de la nueva
razón de Estado. El Cardenal, según el retrato trazado por sus enemigos,
llevaba en una mano el breviario y en la otra a Maquiavelo.
Conviene analizar el resultado de esta nueva lógica de
pureza política en las relaciones internacionales e interiores. El nuevo
escenario se tradujo intelectualmente en una intensificación de la laicización
del pensamiento y el poder políticos. Para la legitimación política de una
potencia católica tan emblemática como la monarquía francesa, el empeño de Richelieu
exigía, máxime en el contexto de las guerras de religión, un argumento de
autoridad que rebasara la dimensión estrictamente teológica con la que
acostumbraban a ocultarse muchos de los conflictos que se presentaban en el
tablero geopolítico. En este sentido, la apuesta de Armand du Plessis
contribuyó a la purificación de un pensamiento político hasta entonces
habituado a disfrazarse en nombre de causas morales y religiosas,
contrarrestando con toda la energía teórica (y con munición esencialmente teológica)
el creciente impacto que comenzaba a alcanzar la propuesta de desvelamiento de
Maquiavelo. En el plano del concierto de las naciones, la política de Francia
comenzaba a encontrar su propio argumento moral, pero un argumento de moral
política que atendía al peligro representado por un Imperio unipolar que
amenazaba el equilibrio geopolítico de la Cristiandad. Así, en una línea muy
similar a la que defenderá después el teórico de la Acción Francesa, Charles
Maurras, en su obra Kiel y Tanger (y
que aplicará a rajatabla el general De Gaulle en la V República[17]),
Francia se alzaba por primera vez como defensora de la multipolaridad en el
concierto internacional. Su lugar y su misión consistían en ser el árbitro o
mediador de la Cristiandad para preservar su equilibrio constitutivo.
Frente a la ambición española, el Estado más poderoso
de Occidente tiene el deber de liberar a la Cristiandad de las amenazas que
pesan sobre ella. Más aún, la expresión de la voluntad de la potencia francesa
no excluye el deseo de restablecer un orden internacional. Al mismo tiempo que
se afirma, el Estado nacional reconoce a los otros Estados. Por ello, en los
numerosos escritos que precisan o exaltan el papel de Francia en Europa, una
idea vuelve obstinadamente: la del equilibrio europeo que asegurará la libertad
de los diferentes Estados. Sin embargo, en este segundo cuarto del siglo XVII,
el equilibrio europeo ya no existe. Ha sido quebrado por la ambición
desmesurada de España y le corresponde a Francia la misión de volver a colocar
las cosas en su estado. Los escritores estatistas reivindican corrientemente
para los franceses los títulos gloriosos de “liberadores” y de “árbitros de la
Cristiandad”. Esta manera de hablar era de las más oficiales. Richelieu mismo
definió en estos términos los objetivos de la política francesa: “… ayudar a
devolver la libertad a sus antiguos aliados, restablecer la paz en Alemania y
volver a colocar las cosas en una justa balanza pues, en el estado presente la
casa de Austria, en no más de seis años, cuando ya no tuviera nada más que
conquistar en Alemania, intentaría ocupar Francia a nuestra costa”. En nombre
de la causa de la emancipación europea Richelieu justifica su intervención en
los asuntos de Italia, Alemania y los Países Bajos. En cada acción militar o
diplomática, se trata de liberar a un pueblo o un príncipe de la “opresión de
los españoles”, de la “tiranía de la Casa de Austria”, del terror causado por
la “avidez insaciable” de esta Casa enemiga del reposo de la Cristiandad, de
detener sus “usurpaciones”, de salvar a Italia de su “injusta opresión”, de
buscar su salvación[18].
Aunque resulte paradójico, esta inquina
propagandística contra la Casa de Austria no se oponía al atento sentido de la
observación de su principal enemigo político. Una observación que alcanzó el
rango de educación autodidacta por el método de la rivalidad estratégica. Luis
Díez del Corral recordaba que “Richelieu admira la organización de la Monarquía
española”[19]
aunque dicha admiración no podía traducirse por la pura y simple emulación de
sus estructuras político-administrativas:
La imagen de España está presente en cada acto, en
cada página del Cardenal. Muchas fueron las enseñanzas que recibiera, pero no
tanto para imitar como para replicar, haciéndose configurador de un nuevo tipo
de organización política que contrasta con la Monarquía de los Austrias, y
sirve para iluminar su naturaleza y su destino históricos. Especialmente
aparece la temática española en el Testamento Político del Cardenal, obra que
Carl J. Burkhardt considera le chef
d’oeuvre de Richelieu; “un compendio de arte político, un método
profundamente francés que conservará siempre valor de modelo”[20].
En efecto, esta minuciosa observación de los
movimientos del enemigo imperial no se tradujo en una “réplica mimética” de la
configuración estructural del modelo imperial español sino en una réplica de un
modelo estatal antagonista. Ese “método profundamente francés que conservará
siempre valor de modelo” fue, en efecto, resultado de la guerra encabezada con
mano de hierro por Richelieu, al que debe considerarse fundador, no solo de la
Europa Moderna (como apuntaba Belloc), sino de la organización política
estatocéntrica que la acompaña hasta hoy. Como apunta Dalmacio Negro: “La
guerra fue una lucha entre el pueblo español y el Estado más perfeccionado de
la época, que ha sido siempre desde Richelieu el paradigma o prototipo de la
estatalidad. La Revolución y Napoleón lo convirtieron en el formidable
Estado-Nación al que debió su superioridad”[21].
La consciencia de la superioridad del modelo francés para la guerra que se
estaba librando alcanzaba también a los validos que se enfrentaban a él, pero
la pervivencia de la forma mentis
imperial impedía un mimetismo en sentido inverso hacia la centralización y
concentración del poder que implementaba a marchas forzadas la corona francesa.
Fue necesaria la importación de la dinastía borbónica para iniciar, y no sin
resistencias, la lenta implementación del modelo estatal vecino.
Es notorio que Felipe IV rechazó la sugerencia en ese
sentido del Conde-Duque. Olivares se había dado cuenta de lo que estaba
haciendo Richelieu en Francia, la primera gran potencia estatal con plena
conciencia de lo que significa la soberanía moderna en orden a la
centralización del poder político. Según Jouvenel, Olivares pensaba como el
Cardenal, que el bien de la nación y del Estado justifica conculcar cualquier
ley y privilegio, es decir, traspasar los límites que distinguen el poder de la
potestas[22].
La teoría del teórico francés Bertrand de Jouvenel
sobre la ley de la competencia política en la narración de la “historia
natural” del “crecimiento del poder” ofrece un molde histórico-teórico muy
adaptado para comprender la relación directa entre la guerra librada por las
dos monarquías católicas y la formación, a iniciativa de Richelieu, del nuevo
modelo francés de Estado centralizado.
Estos celos naturales entre los poderes han
engendrado, por un lado, un principio muy conocido cuyo olvido momentáneo los
Estados suelen pagar muy caro: que todo aumento territorial de uno de ellos, al
aumentar la base de la que saca sus recursos, obliga a los otros a buscar un
aumento análogo para restablecer el equilibrio. Pero hay otra manera de
reforzarse más temible para los vecinos que la adquisición territorial: el
progreso de un poder en la explotación de los recursos que le ofrece su propio
territorio[23].
El propio Jouvenel señala el agudo apunte de Burke al
entender este mismo fenómeno como experiencia a retener tras la Revolución
Francesa cuando, en 1795, escribía:
El Estado [en Francia] es supremo. Todo está
subordinado a la producción de la fuerza. El Estado es militar en sus
principios, en sus máximas, en su espíritu, en todos sus movimientos… Si
Francia tuviera más que la mitad de sus fuerzas actuales, seguiría siendo
demasiado fuerte para la mayoría de los Estados de Europa, tal como están
constituidos hoy y procediendo como lo hacen[24].
Jouvenel extrae una lección general de esta dialéctica
entre la guerra y el crecimiento del poder: “todo progreso del poder respecto a
la sociedad, ya se haya obtenido en vistas a la guerra o para cualquier otro
objetivo, le otorga una ventaja en la guerra”[25].
Una ecuación que puede alterar el orden de los factores sin merma de su grado
de validez histórica. Y es en este segundo sentido en el que se puede entender
la tendencia hacia la concentración del poder a la que empujó esta puja
mimética entre potencias antagonistas.
Así pues, si por una parte todo avance del poder sirve
a la guerra, por otra parte la guerra sirve al avance del poder: actúa como un
perro pastor que apremia a los poderes retardatarios a alcanzar a los más
avanzados en el proceso totalitario. Esta íntima vinculación de la guerra y el
poder aparece en toda la historia de Europa. Todo Estado que ha ejercido
sucesivamente la hegemonía política se procuró los medios para ello a través de
una presión sobre el pueblo más intensa que la ejercida por los otros poderes
sobre sus pueblos respectivos. Y para hacer frente a estos precursores fue
preciso que los poderes del continente se pusieran a su mismo nivel[26].
El autor de El
Poder entiende que este proceso está muy vinculado a la resistencia
francesa al Imperio español, al igual que sucedió en Inglaterra.
El desarrollo de la monarquía absoluta, tanto en
Inglaterra como en Francia, está ligado a los esfuerzos de ambas dinastías para
resistir a la amenaza española. Al ejército deberá Jacobo I sus grandes
poderes. Si Richelieu y Mazzarino pudieron elevar tanto los derechos del
Estado, fue porque podían invocar continuamente el peligro exterior[27].
El testimonio de Fontenay-Mareuil (1594-1665), quien
fuera diplomático y militar en la época de Richelieu, es especialmente
relevante, a juicio de Jouvenel, para
darnos “una idea de cómo la urgencia militar ha contribuido a liquidar las
formas antiguas de gobierno y despejado el camino a la monarquía absoluta”[28].
En palabras del embajador francés:
Era realmente necesario para salvar el reino… que el
rey tuviera una autoridad suficientemente absoluta para hacer todo lo que le
pluguiera, ya que teniendo que habérselas con el rey de España, que dispone de
tantos países para obtener todo lo que precisa, es claro que si hubiera tenido
que reunir los Estados Generales, como se hace en otros lugares, o depender de
la buena voluntad del parlamento para obtener todo aquello de que tuviera necesidad,
jamás habría podido hacerlo[29].
Las cifras de la población militar francesa bajo el
mando de Richelieu son un indicador bastante revelador de la transformación
llevada a cabo en Francia como resultado de la confrontación política y armada
con el Imperio de los Habsburgo:
Richelieu, que se encontró con que todas las fuerzas
de Francia habían sido reducidas por María de Médicis a 10000 hombres, las
elevó a 60000; luego, tras haber mantenido durante mucho tiempo la guerra en
Alemania, “echando mano a la bolsa más bien que a la espada”, pone en pie un
ejército de 135000 soldados de infantería y 25000 de caballería, unas fuerzas
que Francia no ha conocido en ocho siglos[30].
Nada mejor que el testimonio del propio Richelieu para
entender este desorbitado crecimiento de los recursos puestos a disposición de
la nueva maquinaria estatal. El cardenal lo justificó por el “incesante
propósito de frenar el avance de España”[31].
La guerra, comadrona de la monarquía absoluta, no solo enterraba así a las
viejas aristocracias (confirmando el aserto de Vilfredo Pareto sobre la
circulación de las élites) sino que también se preparaba para el funeral de la
forma imperial española, sin cuya amenaza no hubiera surgido el gigantesco
aparato que, surgido por la fuerza de las circunstancias para la defensa de la
nación francesa, ya iniciaba la senda hacia ese organismo autónomo deseoso de
explotarla, como sugería el escolio de Gómez Dávila.
III. Maquiavelo
afrancesado.
En Francia, el éxito de este nuevo modelo nacional en
competencia con el Imperio no podía dejar de entenderse fuera de las exigencias
históricas de una adaptación del discurso a las particulares relaciones que, en
el marco de la Contrarreforma católica, se imponían entre la religión y la
política. En este corsé doctrinal y teórico, el saber político pugnaba por
alcanzar todo el margen de autonomía posible para atender las exigencias de una
confrontación entre potencias católicas enfrentadas. En ese contexto cultural,
era evidente que Francia tenía todas las de perder frente a una potencia
imperial tan universalista en sus aspiraciones como la misma Iglesia, y por ese
mismo motivo, más legitimada teóricamente para imponer sus derechos a la
hegemonía política ante el tribunal doctrinal que tutelaba las ideas y mentalidades
de una época necesitada de justificación teológica. En este sentido, la apuesta
de Richelieu por la propaganda de las ideas de los llamados “católicos de
Estado”[32]
también debe considerarse como uno de los éxitos de su labor al frente de la
dirección de los asuntos políticos de la corona francesa. Una batalla
intelectual se estaba librando, en paralelo a la batalla política y militar, y
la recepción crítica en el mundo católico de la obra de Maquiavelo formaba
parte central de la controversia. Mientras que en Francia, por necesidades de
su posición geopolítica defensiva frente a la supremacía del orden imperial,
comenzaba a asumirse la imperiosa necesidad de una escisión entre la ética y la
moral cristianas y las exigencias derivadas del ejercicio del poder político,
en España no cabía la asimilación de un discurso maquiaveliano opuesto
frontalmente a los talismanes legitimadores nacionales desde la Reconquista[33]:
La obra de Maquiavelo, con su crítica política e
histórica de la moral cristiana y del papado, no podía competir en una España
en la que el Estado hacía del catolicismo cada vez más su fundamento basilar y
que situaba en el refugio de Covadonga el principio mítico de su construcción
estatal y expansión imperial[34].
Sin duda, merece atención esta frustrada asimilación
por las elites españolas del nuevo discurso político de una propaganda que, al
servicio de la monarquía francesa, reivindicaba cada vez con mayor claridad la
legítima autonomía de la razón de Estado en el marco del pensamiento católico,
al tiempo que denunciaba como espurios los argumentos teológicos con los que
los españoles pretendían disfrazar, de acuerdo con esta interpretación, una
hegemonía política y militar que servía exclusivamente a sus propios intereses.
Ya en 1623, la France mourante mostraba qué peligro
presentaba para Francia la política del rey de España: “… si dejamos fortalecer
sus conquistas, es muy seguro que se volverá dueño de toda Italia, y dominador
de las Alemanias, y por este medio cercará a esta corona por todas partes por
potencias tan grandes que será imposible que pueda resistir” […]. El Discours sur plusieurs points importants
(1626) denuncia a “…aquellos que han aspirado siempre al Imperio del Universo”.
La Lettre déchiffrée (1627) ataca a
la política española que quiere “… levantar los asuntos del cielo al nivel de
los de Madrid” y para quien “todo lo que se hace por el Vaticano es criminal si
no es ratificado en el Escorial”. […] En 1626, el prefacio de la Pierre de touche politique precisa así
la inspiración del libro: “… destapa el propósito que los españoles tienen de
oprimir a todos sus vecinos con el pretexto de la Religión y de la Caridad, y
de establecer por ese medio su Monarquía Universal, y muestra que esta nación
siempre ha tenido el interés de Dios y de la Iglesia en la boca, y no lo ha
tenido nunca en el corazón”. Después de la acusación de imperialismo, el
reproche más frecuentemente dirigido a los españoles es el de emplear lo
espiritual para fines temporales[35].
Este nuevo arsenal argumentativo anti-imperialista no
era fabricado de manera completamente espontánea. Venía impulsado por la
munición teórica del mismísimo cardenal Richelieu, que no dudaba en señalar las
servidumbres políticas de la “teología española” de la época.
Richelieu, en sus Memorias,
denuncia los pretextos españoles. Los panfletos de política extranjera no cesan
de atacar la “nueva teología” fabricada por España para cubrir sus ambiciones.
[…] Está por tanto bien asentado en el credo político de los “buenos
franceses”: cuando los españoles defienden el cristianismo, podemos estar
seguros de que es el cristianismo el que defiende a los españoles[36].
En el combate entre el Imperio y la nueva forma
estatal del modelo francés se ventilaba también una lucha en el campo del
pensamiento político, con la particularidad de que esta controversia teórica se
producía dentro del marco religioso de legitimidad católica en el que Francia
parecía contar, por sus derechos de primogenitura como hija mayor de la
Iglesia, con unas credenciales que podían competir con los del Sacro Imperio.
Pese a la indudable superioridad de la forma estatal para responder a los retos
y desafíos de la confrontación que se dibujaba en el tablero geopolítico,
España no podía asumir esos nuevos usos que chocaban frontalmente tanto con su
propia tradición jurídica y política como con su historia política de reconstrucción nacional
(la Reconquista), tan apegada a un discurso religioso de legitimación que no
cabía en él la más mínima escisión para una razón de Estado independiente de la
tutela de la fe. En cambio, este
carácter nacional y esta personalidad histórico-político-religiosa parecían
encajar mucho mejor con el relato imperial, máxime en una época marcada por una
Reforma protestante que reforzaba los derechos de justificación de la ortodoxia
religiosa para imponer el orden universal de la espada de Roma. Estas raíces
explican, en gran medida, la costosa asimilación del modelo estatal en tierras
hispanas.
En cuanto al pensamiento político español, se vio
forzado, en palabras de Abellán, a tener que vivir “de hecho” bajo una forma
política, “el Estado”, en la que, sin embargo, “no se creía teóricamente”. Y
quizá es cierto que los autores españoles no creyeron mucho en el “Estado
moderno” pero no tanto porque la religión se lo impidiera, sino porque creyeron
más bien en algo que no era exactamente el Estado moderno: un Imperio católico[37].
A diferencia de España, en Francia se contaba con
todas las razones del mundo para creer en la forma política estatal, y si
faltaban razones, no se dudaba en inventarlas tanto como fuera necesario. La
autonomía de las exigencias de la política frente a los imperativos de la
religión fue sin duda la filosofía central de la nueva propaganda de la
monarquía francesa y el núcleo del que se desprendían todas esas razones. Y era
el mismo Richelieu quien la ponía por delante al aseverar, en frase ya célebre
y con toda la autoridad religiosa de la que era capaz un príncipe de la
Iglesia, que los intereses de Estado son diferentes de los intereses de la
salvación de las almas[38].
Colocada entre sus aliados protestantes y la católica
España, la Francia de Richelieu se encontraba ante una opción difícil. Estado o
religión: tal era el dilema que se planteaba en la conciencia de numerosos
franceses y los escritos de la época atestiguan su malestar. […] En otro tono,
Richelieu no decía otra cosa y, en las instrucciones a Schomberg a menudo
citadas, podemos leer: “distintos son los intereses del Estado que ligan a los
príncipes de los intereses de la salvación de las almas”[39].
Interesa a este respecto la vinculación entre esta
nueva laicización del pensamiento político y la forma política estatal. Además
del interés que suponía para la propaganda teórica al servicio del Cardenal
esta apuesta por un realismo político liberado de ataduras religiosas, existe
una indudable propensión favorable del esquema estatal hacia las figuras
intelectuales del pensamiento político más laico. Estas figuras encontraban
cierta dificultad para abrirse paso en la estructura de legitimidad de la forma
imperial, demasiado impregnada por el peso de lo sagrado (el “Sacro” Imperio) y
por la voluntad de imponer una cosmocracia de ambiciones universalistas que, al
modo de Campanella, forzosamente contaminaba o disolvía los binomios políticos
del conflicto en su más puro sentido (amigo/enemigo).
IV. La
creación política fuera de la polis
Sheldon Wolin ha analizado la faceta creativa
inherente al pensamiento político y su aportación disruptiva recurrente entre
las líneas de continuidad de la tradición occidental heredada, así como la
relación de estos saltos creativos con las transformaciones históricas de las
formas políticas[40].
Para Wolin, originariamente, el pensamiento político era relativo a los
problemas característicos de la polis, es decir, a su tamaño, problemas e
intensidad, rasgos que ofrecían un marco general marcado por una efervescencia
muy definitoria de una forma de vivir y convivir en el espacio público. Esta
sencilla intuición se traduce inmediatamente en otra pregunta. Si el
pensamiento político es un pensamiento relativo a los problemas de la polis,
¿puede sobrevivir ese mismo modelo de pensamiento en los contextos relativos a
otras formas políticas? En otras palabras, ¿cómo afecta al pensamiento político
una configuración espacial extraña a los límites espaciales, preocupaciones e
intensidad conflictiva de la polis?
El contraste entre la “nerviosa intensidad” del
pensamiento político griego, apegado a las dimensiones y efervescencia de la
polis, y otras sensibilidades humanas características de una concepción
espacial diferente se planteó por primera vez en relación con el “talante del
estoicismo posterior que ociosamente y sin el sentimiento de urgencia
apremiante contempló la vida política mientras se manifestaba en un entorno tan
espacioso como el universo mismo”[41].
Este primer contraste ya anunciaba la influencia decisiva que esta nueva
sensibilidad espacial universalista, definitoria de la forma imperial, iba a
imprimir en la configuración del pensamiento político, empobreciendo y
difuminando sus categorías esenciales.
[…] El hecho fundamental desde la muerte de Alejandro
hasta la absorción final del mundo mediterráneo en el Imperio romano fue que
las condiciones políticas ya no correspondían a las categorías tradicionales
del pensamiento político. El vocabulario griego podría reunir la pequeña polis y las desperdigadas ligas de
ciudades bajo la palabra única koinón,
pero no se podía ignorar el hecho de que la ciudad denotaba una asociación
intensamente política, mientras que las ligas, monarquías e imperios que
siguieron a la decadencia de la polis
eran organizaciones esencialmente apolíticas. Por consiguiente, si la tarea
histórica de la teoría política griega había sido descubrir y definir la
naturaleza de la vida política, delegó en el pensamiento helenístico y más
tarde el romano la labor de redescubrir qué significado podría tener la
dimensión política de la existencia en una época imperial[42].
El modo de superar las
dificultades asociadas a la nueva representación social del espacio (las
enormes distancias que ahora se imponían frente a la acostumbrada relación de
proximidad ciudadana que definía la atmósfera política griega) consistió en una
recuperación del simbolismo sagrado, que iba a fundirse desde entonces con el
discurso de legitimidad de las formas imperiales.
Mientras que la lealtad anteriormente había provenido
de un sentimiento de participación común, ahora se centraba en una reverencia
común por el poder personificado. La persona del gobernante servía como punto
de concentración de lealtades, el núcleo común que vinculaba las partes
diversas del imperio. En este sentido, el empleo del simbolismo fue particularmente
importante porque mostró cuán valiosos pueden ser los símbolos para conectar
amplias distancias. Sirven para evocar la presencia de la sociedad a pesar de
que la realidad física esté muy alejada[43].
El impacto de esta nueva configuración de las
dimensiones de la relación de los hombres sometidos al nuevo poder imperial no
solo arruinó las clásicas categorías de ciudadanía del pensamiento griego sino
que también alteró la estructura moral y concreta (esa simbiosis tan
característica entre ética y sentido práctico) de una percepción de lo político
marcada por una cercanía con los problemas reales del espacio público y una
experiencia directa de sus conflictos asociados. Frente a esa hiperestesia del
realismo político griego se alzaba ahora una concepción crecientemente
abstracta de la vida política, que requería en la misma medida el socorro de un
aparato teórico y simbólico hermanado con la morfología de una comunidad sin
contornos definidos, y que desbordaba los límites y fronteras de las vívidas
representaciones para adentrarse en el espacio infinito abierto por conceptos y
categorías universales.
Con el desarrollo de la organización imperial, la sede
del poder y de la toma de decisiones se había alejado mucho de las vidas de la
gran mayoría. Parecía existir muy poca conexión entre el entorno que rodeaba
las decisiones políticas y el pequeño círculo de experiencias del individuo. En
otras palabras, se hacía política en una forma incomprensible para las
categorías del pensamiento y la experiencia ordinarios. La “política visual” de
una época anterior, cuando los hombres podían ver y sentir las formas de acción
pública y establecer comparaciones significativas con su propia experiencia,
cedía el paso a la “política abstracta”, la política desde cierta distancia,
donde a los hombres se les informaba acerca de acciones públicas que tenían
poca o ninguna semejanza con la economía de la familia o los asuntos del
mercado. En estas circunstancias, los símbolos políticos eran recordatorios
esenciales de la existencia de la autoridad[44].
La nueva sensibilidad cósmica, iniciada por el
cosmopolitismo estoico y que tan bien se adaptaba al ethos del poder imperial (personificándose incluso en figuras
egregias como Marco Aurelio), estaba llamada a hermanarse, si no a fundirse,
con ambiciones soteriológicas de signo religioso, máxime cuando, pasado el
tiempo, la forma Imperio iba a proclamar al cristianismo como religión oficial.
Otro impulso, mucho más fuerte pero igualmente
apolítico, fue revestir el poder de símbolos e imágenes religiosos. […] Este
fue un signo seguro de que los hombres habían llegado a considerar el régimen
político como algo por encima de sus necesidades materiales e intelectuales,
algo similar a la salvación[45].
A partir de entonces, y a pesar de las reservas
teológicas de un San Agustín frente a la teología política de Varrón, el
momento histórico-político se encontraba en la mejor disposición para
correlacionar las categorías religiosas y las políticas hasta el punto de
fomentar una política legitimada por la teología y una teología refrendada por
las formas políticas existentes.
Esta creencia en un salvador político, así como los
persistentes intentos de equiparar al gobernante con una deidad y describir el
gobierno de la sociedad humana como análogo al gobierno de Dios sobre el
cosmos, eran temas que reflejaban el grado en que los elementos políticos y
religiosos se habían mezclado profundamente en la mente de los hombres. […] Al
mismo tiempo, a partir del siglo IV a.C. hasta ya avanzada la era cristiana,
los hombres repetidamente concibieron a la deidad en términos principalmente
políticos. De ese modo, se produjo la situación paradójica en que la naturaleza
del gobierno de Dios era interpretada mediante categorías políticas y la del
gobernante humano, mediante categorías religiosas; la monarquía se convirtió en
una justificación del monoteísmo y el monoteísmo justificó a la monarquía[46].
No es necesario apelar excesivamente a la imaginación
para entender que esta nueva mentalidad contribuyó inopinada pero decisivamente
a desdibujar progresivamente la pureza de unos conceptos políticos que habían
crecido al calor de la intensidad conflictiva de la vida ciudadana griega. Las
categorías políticas que habían poblado el espíritu de los principales
filósofos griegos no habían nacido de la especulación abstracta sino de la vida
cívica que, significativamente, muchos de ellos habían experimentado en sus
propias carnes. De este modo, el advenimiento de la era imperial arrastró, si
no la ruina de las categorías políticas heredadas de la filosofía griega, sí al
menos la experiencia inherente al modo de pensamiento político del logos
griego, generando así un temperamento colectivo alejado de él, y unas formas de
pensamiento crecientemente apolíticas.
Cuando examinamos en retrospectiva las especulaciones
políticas que siguieron a la muerte de Aristóteles, resulta evidente que se
representó con fidelidad el carácter apolítico de la vida y que no apareció
ninguna filosofía verdaderamente política. Muchas veces lo que había pasado por
pensamiento político fue radicalmente apolítico: se había buscado el
significado de la existencia política sólo para que los hombres pudieran
escapar más fácilmente de ella[47].
Inevitablemente, desde ese mismo momento, ya se abría,
a través de infección del simbolismo
sagrado en las formas imperiales, una vía para la penetración de unos
maniqueísmos morales que iban a solaparse progresivamente con los binomios
definitorios de la esencia de lo político, tal y como han sido estudiados por
ejemplo por Julien Freund[48],
especialmente el binomio amigo-enemigo para las relaciones exteriores y el
binomio mando-obediencia para las interiores. El mundo político, para este
nuevo moralismo, se dividía a partir de ahora en “buenos” y “malos” (vale
decir, fieles e infieles, ortodoxos y herejes), quebrando así la delimitación
espacial y teórica que entre lo político y lo ético había edificado el realismo
de autores como Tucídides. A partir de ahora, ya no existía una moral
“política” (esto es, una moral adaptada a las exigencias de la realidad
política) sino que lo político (todo lo político, con su arsenal teórico y
práctico) se sometía a “la” moral, una moral única y universalista llamada a ser
colonizada, andando el tiempo, por una fe (la cristiana) que, a diferencia de
los otros dos monoteísmos (el judío, que le precedía, y el musulmán, que le
sucedió), no había abrigado en su seno, paradójicamente, ambición alguna de
carácter político.
En lugar de redefinir las nuevas sociedades en
términos políticos, la filosofía política se convirtió en una especie de
filosofía moral que no se dirigía a esta o aquella ciudad, sino a toda la
humanidad. […] El suicidio de Séneca fue el símbolo dramático de la quiebra de
una tradición de filosofía política que había intercambiado su elemento
político por un moralismo insulso[49].
De este nuevo escenario, que terminó por imponerse a
la postre, podemos rescatar llamativos precedentes que, como a modo de
anticipos simbólicos, se presentaron en el inédito experimento imperial
alejandrino. El griego Erastóstenes encarna ante la historia la figura de un
consejero antischmittiano avant la lettre, que conquista para la moral
el territorio hasta entonces virgen de lo político.
Cuando Eratóstenes aconsejó a Alejandro que ignorara
la distinción de Aristóteles entre griegos y bárbaros y gobernara en cambio
clasificando a los hombres en buenos y malos, constituyó no sólo un paso hacia
una concepción de igualdad racial, sino también una etapa en la declinación de
la filosofía política. […] El Consejo de Eratóstenes indicaba que el
pensamiento político, como la misma polis, había sido sustituido por algo más
amplio, más vago y menos político. Lo “moral” había superado a lo “político”
porque la moral y lo “bueno” ahora se definían en relación con lo que
trascendía a determinada sociedad en el tiempo y el espacio[50].
En conclusión, el ocaso histórico de la polis,
entendida como relación espacial adaptada de lo humano para con lo político,
arrastró al pensamiento político originado por aquella hacia un hábitat
intelectual, religioso y moral menos adaptado para su supervivencia
intelectual. En ese medio ambiente, que fue el del Imperio primero y el del
feudalismo después, la filosofía política languideció. Aunque preservó su vigencia teórica en un
mausoleo en el que se congeló a través de los siglos el eco de un vocabulario
nacido de un microcosmos claustrofóbico de rivalidades intestinas, aguardó su
resurrección a la espera de un entorno idóneo para la palingenesia.
Al parecer, la decadencia de la polis como centro
nuclear de la existencia humana había privado al pensamiento político de su
unidad básica de análisis, a la cual no pudo reemplazar. Sin la polis, la
filosofía política se había reducido al estado de material intelectual en busca
de un contexto pertinente[51].
El contexto pertinente para la regeneración del
pensamiento político apareció en un universo que en parte recordaba al de las
antiguas polis griegas. El aire en
ebullición que se respiraba en las repúblicas italianas del Renacimiento
oxigenó a las mentes capaces de restituir una comprensión más cabal de las
nuevas (y las viejas) realidades políticas, que se presentaban otra vez bajo un
nuevo día. Maquiavelo fue el epítome teórico del moderno firmamento político
pero la atmósfera explica el fenómeno. “Casi un siglo antes de que se
escribiera El príncipe, se había
desarrollado una tradición viable de ‘realismo’ en el pensamiento político
italiano”[52],
recuerda Wolin.
Sin embargo, esta nueva sensibilidad hacia las
cuestiones políticas tardaría en abrirse paso y lograr un reconocimiento
definitivo. La inercia del viejo mundo seguía oponiéndole el peso de una
tradición de simbiosis político-religiosa. No es de extrañar que la mariposa
política no saliera de la crisálida definitivamente hasta que esas nuevas
categorías no fueran asumidas precisamente en el hábitat religioso que lo
condicionaba. Las monarquías nacionales nacientes ofrecían un marco
incomparable para el ensayo de esta nueva oferta de comprensión del hecho
político. En monarquías capitaneadas por hombres de Estado que eran al mismo
tiempo príncipes de la Iglesia, como en la Francia de Richelieu, el obstáculo
de la legitimación teológica podía superarse con mayor holgura. En el contexto
geopolítico de guerras religiosas cuyas exigencias morales difícilmente podían
compaginarse con la incipiente razón de Estado, la fusión de lo político con lo
religioso, lejos de ser un obstáculo para la autonomía del primero, se presentaba
como su única (y mejor) plataforma de lanzamiento hacia ella. La siguiente
reflexión de Wolin, de alcance mucho más amplio en su intención, permite sin
embargo una interpretación en clave francesa que ofrece un poderoso marco de
análisis para entender la progresiva laicización del pensamiento político en la
Francia gobernada con mano de hierro por el “hombre de rojo”.
La creciente fusión de categorías políticas y
religiosas del pensamiento fue una consecuencia intelectual de la propagación
del control político sobre las iglesias nacionales. Cuando estas tendencias se
unieron al cada vez mayor poder de las monarquías nacionales y a una incipiente
conciencia nacional el efecto combinado fue plantear una posibilidad que no
había sido considerada seriamente en Occidente por casi mil años: un orden
político autónomo que no reconocía algo superior y que, si bien aceptaba la
validez universal de las normas cristianas, insistía terminantemente en que la
interpretación de esas normas era un asunto nacional. […] En la medida en que
la teoría política contenía un elemento obstinadamente moral y en la medida en
que los hombres identificaran los imperativos categóricos últimos con las
enseñanzas cristianas, el pensamiento político se resistiría a ser despojado de
las imágenes y valores religiosos[53].
Es indudable que el nuevo escenario político y
religioso poco tenía que ver con el de las polis griegas en las que habían
nacido y vivido hombres como Platón, Aristóteles o Tucídides. Habían pasado
casi dos milenios y los hombres del siglo XVI y XVII vivían sumergidos en los
dogmas de una fe que desconocieron los griegos de la Antigüedad. Sin embargo,
lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, el espíritu de laicidad que
caracterizaba genuinamente la letra (y el espíritu) de los creyentes en
Jesucristo estaba aguardando un contexto favorable para la conquista definitiva
de una autonomía política que no contradecía tan gravemente sus postulados como
en el caso de los que seguían la ley de Moisés o de Mahoma. Más aún, como
recuerda Jerónimo Molina, el pesimismo antropológico de la concepción política
de un Maquiavelo era deudor involuntario de la teología cristiana[54]
y, aunque los ecos del creador de El
Príncipe parecen resonar en la historia de la guerra del Peloponeso, la
profundidad del equipamiento intelectual sobre la condición del hombre que
distinguía al florentino como resultado de más de 1500 años de tradición
cristiana no estaba al alcance de un militar como Tucídides.
Esta tendencia pesimista, que surgió de la comprensión
de que el nuevo conocimiento debía ser versado en el mal y que su mayor
problema era evitar el infierno, confirma que fue una ciencia poscristiana, más
que una inspirada directamente por modelos clásicos. La afirmación de que
“todos los hombres son malvados y que darán rienda suelta a la malignidad que
hay en ellos cuando se presente la oportunidad”[55] fue una idea que nunca albergó la
ciencia política griega y de la cual nunca dudó la doctrina cristiana[56].
V. Laicización
y razón “católica” de Estado
En este contexto de oposición francesa a un poder
imperial que cifraba su legitimidad política en una autoridad que apelaba a
argumentos de carácter religioso, la autonomía de lo político no apareció como
resultado de una construcción intelectual independiente sino de las exigencias
de una propaganda al servicio de una acción militar y política determinada por
una atmósfera de hegemonía religiosa en el terreno de la argumentación sobre
las realidades temporales.
Descubierta o redescubierta por
los estatistas de la época de Richelieu, la idea de autonomía de la política no
sale de la pura especulación, sino de toda una serie de conflictos concretos:
querella del galicanismo, problema de relaciones con los protestantes, y sobre
todo conflicto franco-español. El principio de la independencia de la política
fue el arma anti-española por excelencia[57].
Todo ello explica que el curso del debate desembocara
en conclusiones probablemente imprevistas. Lo prueba el hecho de que la
propaganda cardenalista aceptara el reto de la fundamentación religiosa de las
razones teóricas a presentar frente a las reivindicaciones españolas. España
había elegido mal enemigo para sustentar la superioridad sagrada de su causa.
La hija primogénita de la Iglesia no dudaría en empalmar con los cimientos de
una misión divina tan frecuentemente destacada por la sede petrina.
La religión de la monarquía no podía sino confirmar a
los franceses en la idea de que su país tenía una misión y que continuaba la
tradición de las Gesta Dei per Francos
tan bien expresada por las palabras de Juana de Arco: “Aquellos que hacen la
guerra al Santo Reino de Francia hacen la guerra al Rey Jesús”[58].
Con todo y con eso, la dialéctica religiosa empleada
en el conflicto no dejaba de ser, para los intereses políticos de la monarquía
francesa, un arma defensiva diseñada específicamente para contrarrestar la
ofensiva de los Habsburgo, por mucho que no fueran pocos los que la utilizaran
con pleno convencimiento. Poco a poco, los argumentos estrictamente políticos
pasaban a ocupar el primer plano del escenario, mientras que la retórica
religiosa se situaba progresivamente en el espacio del decorado. Al fin y al
cabo, la confrontación de las dos más grandes potencias católicas de la época
no era el terreno más apropiado para una resolución del conflicto en sede
religiosa. Al tratarse de una pugna marcadamente política era inevitable que
fueran los argumentos políticos los que se abrieran paso paulatinamente para
ocupar el espacio de mayor protagonismo.
El Católico de
Estado no fue solo el nombre de uno de aquellos panfletos gubernamentales
al servicio de la política de Richelieu. El nombre elegido por aquella
publicación indica la inspiración general de su contenido. Sin duda alguna,
este periódico, aparecido al comienzo del ministerio de Richelieu en 1624, se
distinguió por su vigor doctrinal en su defensa de la nueva política del
cardenal. El título exacto era Le
Catholique d’État ou discours politique des alliances du roi très chrétien
contre les calomnies de son État. Como han destacado los estudiosos de la
prensa de la época, este panfleto constituye el núcleo duro de la propaganda al
servicio del ministro de Luis XIII. El panfletario cardenalista se subleva
contra el desprecio intelectual y moral que en la época se dirigía a la
asociación de la figura del “católico” y la idea de “la política de Estado”. De
este modo, colocará con orgullo en su mismo título el espíritu de esta
asociación elevándola al rango de comunión nacional y religiosa y haciendo la
apología de aquellos que, como los soberanos de Francia, saben conjugar los
intereses del Estado y de la Iglesia católica. No obstante, a la postre (y más
allá de las intenciones inmediatas de sus promotores) el empuje de su
argumentario doctrinal contribuyó a disociar progresivamente la fundamentación
del orden político de todo horizonte religioso, reelaborando los cimientos de
un realismo político aparejado al análisis interesado de la posición francesa
en el conflicto contra el Imperio español.
La paradoja del Catholique
d’État reside en el hecho de que después de haber fundado el absolutismo
sobre una concepción autoritaria de la religión llega a separar la política de
la religión. No aproxima el poder de Dios sino para asegurar mejor su
independencia. […] rechazando los argumentos religiosos de la propaganda
española y subrayando la separación de la política y de la moral, el Catholique
d’État recoloca el conflicto de Francia y España bajo su luz verdadera: el
de la confrontación de dos intereses nacionales”[59].
Como consecuencia de esta creciente traslación -del
espacio de definición religiosa hacia el terreno de definición política- la
terminología del escrito cardenalista colorea progresivamente el binomio
amigo-enemigo de la oposición política con caracteres nacionales y no
religiosos, afirmando así una delimitación intelectual del conflicto en
términos cada vez más cercanos a la significación real de la confrontación
política.
Mientras que los panfletos extranjeros separan a los
hombres en cristianos e impíos, el Catholique
d’État se coloca en otra óptica. […] Así, en el escrito cardenalista, la
distinción amigo-enemigo, capital en el pensamiento político, se funda a partir
de ahora, no ya en la religión, sino en la nacionalidad y el patriotismo[60].
Así pues, a partir del estudio de publicaciones
propagandísticas como el Catholique
d’État, es posible analizar el sentido general de un proceso de paulatina
decantación doctrinal. Si bien la oposición contra el Imperio católico obligaba
a una respuesta en el terreno teológico (o más exactamente, en el terreno
teológico-político), la prolongación del conflicto imponía, además de la
refutación de los “pretextos” religiosos del enemigo con la misma munición
católica que este empleaba, una necesaria transferencia del epicentro de la
confrontación intelectual hacia un territorio político no abonado por la
semilla teológico-moral. Sin esta circunstancia histórica (fundamentalmente
política y militar, además de religiosa) que rodea la publicación cardenalista,
no se puede entender la “paradoja” del Catholique
d’État.
No exento de cualidades literarias, el Catholique
d’État contiene en abreviado la teoría del Estado autoritario del reino de
Luis XIII y define el ideal de un “católico político”, del “buen patriota”. Su
paradoja consiste en partir de una concepción religiosa del poder para llegar a
separar la política de la religión o, más exactamente, de una religión
entendida a la manera española. […] Desarrollando una nueva concepción de la
política, dejan presentir esa laicización del poder que será el rasgo dominante
de la época de Richelieu[61].
El nuevo clima originado por el conflicto
franco-imperial iba a propiciar un estado de ánimo tendente a considerar con
sospecha los pretextos religiosos aducidos por un enemigo hispano-austriaco
maliciosamente inclinado, a ojos de la propaganda cardenalista, a situar el
epicentro teórico de la confrontación en el espacio doctrinal más adaptado a su
propio beneficio. Esta sospecha contribuyó, inconscientemente, a desautorizar
la legitimación religiosa de las causas políticas, al presentarla como un velo
empleado interesadamente por una mano decidida a ocultar el verdadero rostro de
su dueño.
La semejante disposición de las piezas en el tablero
entre los dos contendientes (potencias católicas que rivalizaban en autoridad
moral en una atmósfera de hiperlegitimidad religiosa) originó la inopinada
transformación de las reglas del juego hasta entonces vigentes y con ella la
consecuente laicización del pensamiento político. Puede decirse que la hegemonía
imperial española hizo emerger una razón (católica y francesa) de Estado.
La consecuencia de este proceso a España y a sus
partidarios es, sin duda, la de volver sospechosas las justificaciones
religiosas en política. Se observa aquí un detalle curioso de la historia del
pensamiento político en el siglo XVII: la idea de que la religión es un engaño
de los gobernantes y un secreto de la dominación ha sido difundida por los
publicistas del rey muy cristiano escribiendo contra los panfletarios del rey
muy católico. La concepción que hace de la religión una impostura de los
poderosos ha sido, si no producida, al menos reforzada por la confrontación de
grandes Estados nacionales. Convertida así la religión en sospechosa, ¿qué
podía quedar como ley de las relaciones internacionales sino el interés de cada
Estado y el derecho natural? Y, en efecto, si se busca la base que los
escritores estatistas dan a la política de Richelieu, se constata que invocan
cada vez más el interés nacional y la razón de Estado. Sin duda no hacen del
reino de Francia un Estado laico pero se ven conducidos a separar más netamente
que sus predecesores y que sus adversarios los intereses del Estado de los de
la religión. El hecho de que España y sus partidarios insistan en la unión de
la fe y de la política contribuye mucho sin duda a esta laicización. […] si
todavía mezclan argumentos religiosos y argumentos racionales, el predominio de
estos últimos es sensible[62].
“Así -escribe Ethienne Thuau-, la razón de Estado se
prepara para convertirse en el argumento mayor de la política de Richelieu”[63].
Esta “política del desvelo”, una forma peculiar de maquiavelismo a la francesa
en clave nacional-católica, debe ser entendida como la necesaria reacción a un
contexto determinado. La incómoda verdad de un realismo político depurado de
mistificaciones morales y disfraces teológicos no pudo abrirse paso sin atender
a dicho contexto.
Parece que en la época de Richelieu los publicistas
proespañoles hayan optado por la política del velo y los panfletarios franceses
por la del desvelo. […] Así, a los ojos de muchos franceses del siglo XVII, la
“ingenuidad” gala se opone a la hipocresía española. Esta ingenuidad consiste
en un primer momento en revelar a un público limitado los resortes del poder y
a conducir al profano entre las bambalinas del gobierno. Más profundamente,
tiende a desacralizar el poder y a desprenderlo de las justificaciones morales
y religiosas con las que se recubre a menudo ilegítimamente. La verdad no
siempre es agradable de decir y es a su lucidez a la que se debe, como para
Maquiavelo, su mala reputación[64].
La referencia a Maquiavelo no carece de sentido y
quizá contribuya a situar el debate doctrinal, acotado por las circunstancias
de la época de Richelieu, en un contexto más amplio. La razón “francesa” de
Estado no surge por la importación intelectual de la “letra” del pensamiento
del florentino, sino más bien por la adaptación de su “espíritu” al plano
histórico concreto de un conflicto marcado por connotaciones muy precisas. Y,
fundamentalmente, por la notable personalidad y ambición de una figura de la
talla de Richelieu.
El enigmático Richelieu encarnaba de hecho para sus
contemporáneos el tipo de político marcado por el maquiavelismo. […] Fieles, si
no a la letra, al menos al espíritu de la doctrina de Maquiavelo, hacen
progresar al pensamiento político ya que, gracias a ellos, bajo el régimen de
Richelieu, la corriente maquiavélica viene a fundirse con la de la Razón de
Estado[65].
Las peculiares circunstancias religiosas del conflicto
entre la monarquía francesa y el Imperio Habsburgo ayudan a entender el
surgimiento de este maquiavelismo “católico” en tierras galas y el alcance de
las contradicciones que llevaba en su seno. Otro factor que no conviene
olvidar, a la hora de interpretar el periodo y el precipitado histórico
(esencialmente involuntario) que le sucedió, es la personificación existencial
de dichas contradicciones. Con ello queremos decir que las indudables
motivaciones políticas de sus principales artífices no se conjugaban con sus
responsabilidades religiosas a costa de un tributo al cinismo o la hipocresía,
tal y como cierta exposición deformada y caricaturesca ha pretendido subrayar
más adelante, especialmente en el ámbito de la literatura[66].
El genuino talante religioso de hombres como Richelieu y el padre José, el más
íntimo colaborador de la política del cardenal pero también un capuchino
impregnado de ferviente ideal misionero[67],
no debe infravalorarse con criterios cronocéntricos si no se quiere desdibujar
la significación real de los acontecimientos de la época. La sinceridad con la
que estos ministros y religiosos vivieron sus propios conflictos interiores
alimentó genuinamente el sentido de la política y el pensamiento de los
principales protagonistas del momento, dejando un legado que influiría
decisivamente en el porvenir de una nueva Europa.
Richelieu tal vez no tenía en su mesa su breviario y a
Maquiavelo, pero su maquiavelismo era tan indiscutible como su fe. El padre
José sueña con la Cruzada al mismo tiempo que trabaja para la ruina de la
Monarquía muy Católica […] El pensamiento de los estatistas, como el de los
hombres del siglo XVII, une las contradicciones. Glorifica al príncipe,
vice-rey de Dios, responsable ante su Creador y, al mismo tiempo, invoca la
irresponsabilidad de la razón de Estado. […] En buena lógica, las maneras de
pensar que se oponen, en la vida se llaman y se completan. Las incoherencias
también tienen su lógica. […] Lo que nos parece incoherencia es, en una cierta
medida, la marca misma de la vida. Esos principios aparentemente incompatibles
que coexisten son en realidad el pasado y el presente que se afrontan[68].
Aunque el sentido de la crítica a figuras como
Richelieu suele insistir en el carácter amoral de sus empresas políticas y en
la instrumentalización religiosa de sus intereses de poder, lo cierto es que
muchos de los hombres que colaboraron con aquellas empresas fueron también
movidos por un sincero deseo de purificación religiosa. La delimitación de los
campos respectivos de la política y de la religión no solamente debía servir a
liberar la política de servidumbres religiosas sino también, y por el mismo
motivo, a emancipar la religión de ataduras políticas bastardas.
Más cercanos a la realidad, el estatismo de la época
de Richelieu, asumiendo la violencia para superarla, intentó acordar la fuerza
y la razón. Pretendiendo reconciliar la violencia y la razón, coqueteando con
el maquiavelismo para superarlo, el estatismo propagó una nueva concepción de
las relaciones de los hombres entre ellos y del hombre con Dios. Al laicizar el
pensamiento político, desarrolla el derecho natural y una teología nueva. Los
estatistas rechazan en primer lugar toda religión que mezcla demasiado a Dios
con los asuntos humanos y que es predicada por gentes “más políticas y carnales
que espirituales” como decía Theveneau. Juzgan muy sospechosas las empresas
político-religiosas a la moda española, tales como la Liga, la Evangelización
de las Indias, la guerra santa contra el hereje o el infiel. Aspiran a una
religión más pura, más interior, desentendida de los intereses materiales y de
las estrecheces del dogma[69].
El realismo característico de este “maquiavelismo
católico” pudo así concitar el apoyo de hombres sinceramente religiosos, sin
los cuales difícilmente podría asimilarse la contemporaneidad de su emergencia
con la aparición de figuras eminentemente espirituales como Pascal (1623-1662),
y su decisiva y paralela contribución tanto al pensamiento científico como al
pensamiento religioso. “La razón del siglo XVII es por tanto, en una cierta
medida, hija del Estado de Richelieu”, señala Etienne Thuau[70].
La laicización ambiental del espíritu de la época sin duda purificó el análisis
político pero también engendró una nueva sensibilidad moral y religiosa,
anunciando, por otro lado, los nuevos vientos ideológicos y culturales de la
gran ruptura revolucionaria de finales del siglo XVIII.
Este estatismo cristiano concede una amplia confianza
a la voluntad humana para edificar la sociedad civil. Se apoya sobre los
racionalismos antiguos y modernos y reconoce una gran autonomía al Estado. […]
Sucede con las polémicas políticas con España lo mismo que con las polémicas de
Pascal con los jesuitas: hicieron mucho para secularizar el pensamiento y
expandir la moral y la política de los hombres honestos. Igualmente alejada de
la teología españolizada como del ateísmo de Maquiavelo, la política de los
hombres honestos –o, más exactamente, la de los burgueses, los hombres de leyes
y de los funcionarios– tiende a darse como fundamento el derecho natural, un
racionalismo cristiano y, muy a menudo, el deísmo[71].
Relatar los nexos de este gran (y seguramente
fundador) “momento maquiavélico francés”[72]
con la hecatombe revolucionaria, que se producirá siglo y medio después de la
muerte de Richelieu, constituye la tarea de un trabajo que desborda los límites
de este. Para rematarlo, nos contentaremos con apuntar, a modo de síntesis
conclusiva, que la razón católica de Estado que se alza como principal novedad
del pensamiento político francés en la época de Luis XIII, que en su reinado
“permitió al gran Cardenal cumplir su incomparable dictadura fundadora y
reparadora”[73], es
un ejemplo paradigmático de ese factor creativo que acompaña la historia del
pensamiento occidental, en esa tensión permanente entre continuidad e
innovación analizada por Sheldon Wolin, tal y como hemos destacado a lo largo
de este breve estudio como apoyo hermenéutico de nuestra interpretación. Ese
factor creativo está indudablemente vinculado a esa dimensión imaginativa
inherente al pensamiento político, tal y como destaca el autor americano, pero
también a las circunstancias socio-históricas que incardinan los saltos
imaginativos del filósofo.
Las diversas concepciones del espacio indican que cada
teórico ha visto el problema desde una perspectiva diferente, un ángulo
particular de visión. De aquí se desprende que la filosofía política constituye
una forma de “ver” los fenómenos políticos y que la forma en que se
visualizarán los fenómenos depende en gran medida de la posición del observador[74].
En otras palabras:
Los conceptos y categorías de una filosofía política
se asemejan a una red que se lanza para capturar fenómenos políticos, que son
luego extraídos y clasificados en una forma que parezca significativa y
pertinente para el pensador particular. No obstante, en el procedimiento total,
ha seleccionado una red particular y la ha arrojado en un lugar escogido[75].
Aunque la época de Richelieu no contó con el sustento
de una filosofía política similar a la de un observador de la guerra civil
inglesa como Thomas Hobbes, sin embargo desarrolló un aparato propagandístico
de autodefensa análogo, mutatis mutandis,
al que conocimos en el siglo XX. Los intereses de la prensa cardenalista
constituyen ese contexto socio-histórico al que hace referencia Wolin, y que ya
no representa tanto la perspectiva adoptada por el “observador” (que se asocia
a un agente imparcial y casi científico) sino el enfoque asumido por quien
observa y al mismo tiempo incide en los acontecimientos, en una posición
similar a la que definió la trayectoria del Maquiavelo diplomático. “La
filosofía política del régimen de Richelieu es por tanto menos el fruto de la
reflexión desinteresada que de la máscara de la voluntad del Estado y un instrumento
de dominación. La impresión de inacabamiento que ofrecen sus obras viene de sus
aspiraciones prácticas”, advierte también Thuau[76].
No es casualidad que este estudioso de la razón de Estado en la época de
Richelieu destaque que “gracias a las deformaciones creativas y a las
falsificaciones respetuosas, los juristas, los teólogos y los hombres de letras
trabajaron para la ‘cristalización estatista’[77].
La referencia al factor creativo y a la posición fundamentalmente proactiva de
sus nuevos intérpretes (observadores y actores al mismo tiempo) delimita
claramente la peculiar dimensión socio-histórica del carácter imaginativo que
podemos atribuir al pensamiento político que germinó al compás de la obra del
cardenal. La fusión del jurista, teólogo y hombre de letras la representará,
con un rol político similar, el intelectual del siglo XX[78].
Los ecos de esta desacralización auspiciada por las
exigencias propagandísticas del trono de Francia defendido por Richelieu se
dejaron sentir, andando el tiempo, más allá de las coordenadas
espacio-temporales del conflicto hispano-francés que la vio nacer, atacando a
los descendientes de Luis XIII con argumentos parecidos a los empleados por la
publicística cardenalista. Solo dos siglos después, el argumento de la desacralización
de la política que favorecía los intereses geopolíticos del reino de Francia
terminó por arruinar sus propios cimientos interiores[79].
Sin embargo, los antecedentes que culminaron en la
Revolución Francesa se habían, entretanto, contaminado con la infección de un
nuevo moralismo de matriz laica, un humanitarismo ilustrado que sin duda
heredaba la desacralización trascendente del poder que se inició
involuntariamente por iniciativa de la propaganda al servicio del cardenal,
pero que reorientaba el potencial religioso de la tradición francesa hacia
propósitos intramundanos. De ahí que debamos preguntarnos por la débil
descendencia intelectual del crudo realismo político surgido en virtud de las
demandas de afirmación de la monarquía francesa de Luis XIII.
Un rasgo de la propaganda cardenalista merece ser
señalado: su tendencia a ofrecer una visión brutal de la realidad. […] La
prensa cardenalista tiende por tanto a presentar la vida política como una
confrontación de fuerzas, óptica dura que parece para los “espíritus libres” un
signo de verdad. Este rasgo de la época de Richelieu choca si se compara sus
producciones con las de una época ulterior[80].
Tal vez la teoría francesa de la razón de Estado
aparecida en la época de Richelieu murió como consecuencia de su éxito. El
absolutismo francés iba a dominar la geopolítica europea a partir del tratado
de Westfalia. Los requerimientos de su política, a partir de entonces, iban a
ser diferentes a los impulsados bajo el mando del hombre de rojo. Si el
maquiavelismo richeuliano debe considerarse con toda justicia una de las edades
doradas del realismo político, se entiende mejor su naturaleza profunda si se
lo considera, en el contexto europeo pre-westfaliano, como breve paréntesis
entre el moralismo teológico que lo antecedió y el moralismo secular
inmanentista que lo sepultó.
Nos podemos preguntar en efecto si la
época de Richelieu, que hizo florecer el maquiavelismo, no fue el momento de
verdad del siglo. En efecto, el siglo XVII, siglo de violencia, parece haber
sido una “Belle époque” para el realismo político. […] La Edad Media vivió en
un mundo que se hacía soportable por la presencia de Dios. El siglo de las
Luces, sin ignorar las miserias de la condición humana, alimenta un ideal
humanitario. Nuestro sombrío periodo no mira sino los hechos brutos sin que
ningún rayo de luz venga a iluminarlos[81].
He aquí la paradoja que resume quizás la historia de
la visión de lo político, que es también la historia de sus visionarios: que
toda luz exterior a sus dominios no es una luz que ilumina sino una luz que
ciega.
ReferencIAs
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Domingo González Hernández
Facultad de Trabajo social
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https://orcid.org/0000-0003-3344-230X
[1] Aymeric
Chauprade, Géopolitique. Constantes et changements dans l’histoire (Paris:
Ellipses, 2007), 506.
[2] Michael
Burleigh, Causas sagradas (Madrid:
Taurus, 2006).
[3] Chauprade,
Géopolitique, 508.
[4] Nicolás
Gómez Dávila, Escolios a un texto
implícito (Bogotá: Villegas Editores, 2001), 256.
[5] Philippe
Erlanger, Richelieu (Paris: Perrin,
2006), 848-849.
[6] Dalmacio
Negro, Gobierno y Estado (Madrid:
Marcial Pons 2002), 87-88.
[7] Erlanger,
Richelieu, 849.
[8] Dalmacio Negro, Lo que
Europa debe al cristianismo (Madrid:
Unión Editorial, 2007), 319.
[9] Es
el título del primer capítulo del libro de Hilaire Belloc sobre Richelieu que
se cita a continuación.
[10] Hilaire
Belloc, Richelieu (Barcelona:
Editorial Juventud, 1937), 16.
[11] Marcel
Gauchet, El desencantamiento del mundo.
Una historia política de la religión (Madrid: Trotta, 2005).
[12] Dalmacio Negro, Historia de las formas del
Estado. Una introducción (Madrid: El Buey Mudo, 2010), 33.
[13] Sin
ir más lejos, François Huguenin incluye la figura del Cardenal en su estudio
sobre las grandes figuras católicas de Francia. François Huguenin, Les grandes figures catholiques de France
(Paris: Perrin, 2016).
[14] Con
el nombre de “jornada de los incautos” (journée
des dupes) es conocido el fracasado golpe de Estado contra el cardenal
Richelieu organizado por el partido devoto reunido en torno a la Reina Madre
María de Médicis, quien fuera paradójicamente la primera impulsora de la
carrera política de Armand du Plessis. En un inesperado giro de la situación,
que hacía previsible la defenestración del cardenal, Luis XIII defendió a su
ministro (y a su política) contra el criterio de su madre.
[15] Etienne
Thuau, Raison d’État et pensée politique
à l’époque de Richelieu (Paris: Albin Michel, 2000), 366.
[16] Más
precisamente: "Salvar a un enemigo cuando no se está seguro del aliado ha
sido siempre muestra de una honorable sabiduría maquiaveliana". Raymond Aron, Memorias (Barcelona: RBA, 2013), 397.
[17] Benjamin
Fayet, “Kiel et Tanger de Charles Maurras: essai géostratégique visionnaire et
source intellectuelle de la Vème République”, Philitt, 19 de noviembre de 2014, consultado el 8 de marzo de 2020,
https://goo.gl/MwcXQ3.
[18] Thuau,
Raison d’État, 298-299.
[19] Luis
Díez del Corral, prólogo de La praxis
política del absolutismo en el testamento político de Richelieu, por
Graciela Soriano (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1979), XII.
[20] Díez
del Corral, prólogo, X.
[21] Dalmacio
Negro, Sobre el Estado en España (Madrid: Marcial Pons, 2007), 71.
[22] Negro,
Sobre el Estado, 44.
[23] Bertrand
de Jouvenel, Sobre el Poder. Historia natural de su crecimiento (Madrid: Unión
Editorial, 2011), 205-206.
[24] Citado
en Jouvenel, Sobre el Poder, 206. La
cita de Edmund Burke corresponde a su obra Letters
on a regicide Peace, publicada en 1796.
[25] Jouvenel,
Sobre el Poder, 206
[26] Jouvenel,
Sobre el Poder, 208.
[27] Jouvenel,
Sobre el Poder, 211.
[28] Jouvenel,
Sobre el Poder, 211.
[29] Citado
en Jouvenel, Sobre el Poder, 211.
[30] Jouvenel,
Sobre el Poder, 211.
[31] La
cita del Cardenal aparece en Jouvenel,
Sobre el Poder, 211.
[32] Thuau,
Raison d’État, 180-182.
[33] Sin
embargo, el tacitismo ha sido juzgado como forma de “criptomaquiavelismo” muy
difundido en los países católicos. Cf. Yves-Charles Zarka, Raison et déraison d’État
(París : PUF, 1994).
[34] Juan
Manuel Forte y Pablo López, introducción de Maquiavelo
y España. Maquiavelismo y antimaquiavelismo en la cultura española de los
siglos XVI y XVII (Madrid: Biblioteca Nueva, 2008), 35.
[35] Thuau,
Raison d’État, 198-199.
[36] Thuau,
Raison d’État, 375.
[37] Juan
Manuel Forte y Pablo López, Maquiavelo y
España, 39-40.
[38] “Autres
sont les intérêts d’État qui lient les princes et autres les intérêts du salut
de nos âmes”. Armand Jean du Plessis de Richelieu, Mémoires du Cardinal de Richelieu, sur le règne de Louis XIII: depuis
1610 jusqu'à 1638. Tome 1. Années 1610 à 1619 (París: Foucault, 1823), 618.
[39] Thuau,
Raison d’État, 204-205.
[40] Sheldon
Wolin, Política y perspectiva. Continuidad
e innovación en el pensamiento político occidental (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2012).
[41] Wolin,
Política y perspectiva, 98.
[42] Wolin,
Política y perspectiva, 102.
[43] Wolin,
Política y perspectiva, 102-103.
[44] Wolin,
Política y perspectiva, 103.
[45] Wolin,
Política y perspectiva, 120.
[46] Wolin,
Política y perspectiva, 121.
[47] Wolin,
Política y perspectiva, 122.
[48] Julien
Freund, La esencia de lo político
(Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2018).
[49] Wolin,
Política y perspectiva, 122-123.
[50] Wolin, Política y
perspectiva, 122-123.
[51] Wolin, Política y
perspectiva, 122.
[52] Wolin,
Política y perspectiva, 238.
[53] Wolin,
Política y perspectiva, 236.
[54] Jerónimo
Molina, 8 de marzo de 2020, “Cristo, maestro de Maquiavelo, Blog Nada
en Las Manos, 8 de mayo de 2012, https://goo.gl/HknzTh.
[55] Nicolás
Maquiavelo, Discursos, libro primero,
3. Referencia del libro citado.
[56] Wolin,
Política y perspectiva, 284.
[57] Thuau,
Raison d’État, 370.
[58] Thuau,
Raison d’État, 301.
[59] Thuau,
Raison d’État, 191.
[60] Thuau,
Raison d’État, 192.
[61] Thuau,
Raison d’État, 193.
[62] Thuau,
Raison d’État, 203-204.
[63] Thuau,
Raison d’État, 208.
[64] Thuau,
Raison d’État, 376-377.
[65] Thuau,
Raison d’État, 380.
[66] La
principal responsabilidad, a este respecto, es la de Alejandro Dumas y sus tres
mosqueteros.
[67] La
obra más representativa sobre la significación histórica de la figura del Padre
José y su contribución a la carrera política de Richelieu sigue siendo la de
Aldous Huxley. Aldous Huxley, Eminencia
gris (Buenos Aires: Editorial sudamericana, 1945).
[68] Thuau,
Raison d’État, 391.
[69] Thuau,
Raison d’État, 408.
[70] Thuau,
Raison d’État, 416. “La brutalidad de la época de Luis XIII
hacía imposible los apriorismos políticos. [...] Pero este pensamiento opresivo
es también un instrumento de liberación. En su aspecto positivo, las obras
estatistas de nuestro periodo contribuyen a laicizar el Estado y la Sociedad de
naciones, y el hecho más destacable de esta influencia es que el progreso del
racionalismo es paralelo al del Estado” (Thuau, Raison d’État, 415).
[71] Thuau,
Raison d’État, 408.
[72] Serge
Audier, Machiavel, conflit et liberté
(París: VRIN/EHESS, 2005).
[73] Charles
Maurras, Mis ideas políticas (Buenos
Aires: Huemul, 1962), 288.
[74] Wolin,
Política y perspectiva, 39.
[75] Wolin,
Política y perspectiva, 43.
[76] Thuau,
Raison d’État, 415.
[77] Thuau,
Raison d’État, 414.
[78] Michel
Winock, El siglo de los intelectuales (Madrid: Edhasa, 2010).
[79] Dale
Van Kley, Los orígenes religiosos de la
Revolución Francesa (Madrid: Encuentro, 2003).
[80] Thuau,
Raison d’État, 415.
[81] Thuau,
Raison d’État, 380.