libro que debería ser punto de partida de cualquier trabajo que se emprenda sobre la Escuela de Salamanca o los teólogos salmantinos desde 1560 a 1641: fechas que englo- ban la consolidación de dicho centro de estudios tras la docencia de Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Melchor Cano, y su progresiva decadencia a partir de mediados del siglo XVII.

Mª Idoya Zorroza Universidad Pontificia de Salamanca


Jacques PHILIPPE. La Felicidad donde No Se Espera. Meditación sobre las Bienaventuranzas. 3ª edición. Madrid: Ediciones Rialp, 2018. 19 x 12,5 cm, 211

pp. ISBN: 978-84-321-4940-5.


Este libro trata de meditar sobre las Bienaventuranzas según el evangelio de San Mateo 5,1-12. El autor no pretende que sea teológico o exegético en particular. En esta reseña resumimos el libro brevemente. Indica el autor que el papa Francisco exhorta a los cristianos a vivir las Bienaventuranzas porque es el único camino de verdadera felicidad y el único medio para reconstruir la so- ciedad, porque el mundo está enfermo de orgullo, de avidez de riqueza y poder, y no puede curarse sin acoger este mensaje.

Se destaca la necesidad de que cada cristiano difunda el perfume del Evangelio, que no es otro que de paz, dulzura, alegría y humildad. Contribuye así a transformar el corazón humano y renovar el mundo. Las multitudes tienen sed de curación, luz y feli- cidad, y por eso acuden a Jesús. Pero Jesús nos propone una felicidad inesperada, que habitualmente no se encuentra en situaciones que suelen ir unidas a la idea de felicidad. Sin el testimonio de sus discípulos, que son la sal y la luz, la existencia humana no tendría ya sabor y el mundo sería tenebroso.

La Bienaventuranzas son como la Ley nueva del Reino, y Jesús el nuevo Moisés que no ha venido a abolir la Ley sino a darles su plenitud (cf. Mt 5,17). El camino de felicidad del Reino es de identificación con Cristo, de descubrimiento del Padre y de apertura a la acción del Espíritu Santo. Las Bienaventuranzas no son el mapa del cris- tiano sino el secreto del corazón de Cristo. Jesús ha sido absolutamente pobre, afligido, manso, hambriento y sediento de justicia, misericordioso, limpio de corazón, artesano de paz, perseguido por la justicia, practicó perfectamente todas las bienaventuranzas y recibió en plenitud la felicidad del Reino de los Cielos.

Jesús muestra el verdadero rostro del Padre (cf. Jn 14,9), su increíble humildad y su infinita misericordia. No vive para sí mismo sino para sus hijos. La Ley nueva es mucho más exigente que la antigua, no se contenta con un comportamiento exterior co- rrecto, sino que pide una verdad, una pureza y una sinceridad que compromete el cora- zón del hombre, pide una profunda conversión interior hasta lo más íntimo y secreto del



corazón. La Ley nueva no es solo una obligación externa, sino una revelación de la ternura del Padre, el ejemplo de Jesús y la efusión del Espíritu Santo. La Nueva Alianza anunciada por Jeremías es la del Espíritu Santo que acude en socorro de la debilidad humana e inscribe en el corazón del hombre la ley de Dios para que sea capaz de cum- plirla.

Santo Tomás de Aquino y San Agustín reconocieron la relación entre las Biena- venturanzas y los siete dones del Espíritu, ambas están interrelacionadas. Son un con- suelo divino, además de una felicidad humana. Don gratuito del Espíritu que viene a descansar en el hombre, irrupción de la gracia en la vida de la persona. Camino de hu- manización, de fecundidad, de frutos que permanecen, comunican el amor a nuestro alrededor, engendra en otros la vida verdadera. Con ellas la vida humana puede ser her- mosa y fecunda. Describen la posibilidad de un amor auténtico, libre y fecundo. La se- gunda parte de cada Bienaventuranza nos da la gracia que nos ofrece: poseer el Reino, ser consolado, recibir la tierra en herencia, ser saciado, obtener misericordia, ver a Dios, ser llamado hijo de Dios… no hay nada mejor que desear, nos llenan de gozo y de alegría. Sin las Bienaventuranzas ninguna comunidad se sostiene: humildad, misericordia, mansedumbre. También en el matrimonio. La felicidad que nos prometen no se vivirán

en plenitud hasta que venga el Reino de Dios.

Jesús, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que seamos ricos por su pobreza. La pobreza espiritual es la clave de la vida espiritual, de la santidad, de toda fecundidad, y de la verdadera felicidad. Hay una pobreza negativa que hay que combatir (miseria material o moral, vacío interior, etc.) y hay una pobreza que es buena, fuente de vida y de alegría, a la que nos invita el Señor. La pobreza espiritual es la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente (cf. Mt 10,8).

¿Quién es pobre en el Antiguo Testamento? Una persona que se encuentra en una situación humana dolorosa, precaria, de sufrimiento o de humillación, y que cuenta solo con Dios. La bondad, la misericordia y la ternura de Dios se manifiestan a este pobre, entrando en un verdadero conocimiento de Dios. La pobreza origina actitudes interiores de humildad, pequeñez, apertura a Dios, esperanza confiada en su misericordia. El pobre no tiene apoyo ni seguridad humanas, pero si se vuelve a Dios, este se convierte en su refugio y descanso.

El Señor se fija en el pobre y en el de espíritu contrito, y en el que teme a su palabra (Is 66,2). En los tiempos mesiánicos los pobres serán privilegiados (cf. Lc 1,52). La respuesta de Dios es segura pero no previsible o programable (cf. Lm 3,26). El Señor quiso hacer pasar a Israel pruebas de pobreza y humillación, y de fidelidad de su Provi- dencia, para que el hombre sepa lo que hay de verdad en su corazón y caigan las ilusio- nes y las apariencias. Tiempo de humillación y de gracia. El pobre que confía en Dios, le recibe en la Eucaristía. Para recibirla es preciso un corazón de pobre.

La humildad de Moisés prefigura la mansedumbre y la humildad de Cristo. La ver- dadera humildad es participación de la humildad de Cristo en la obediencia y la



humillación de la Cruz. La experiencia de Dios y la fe requieren humildad. Todo amor verdadero es humilde. Solo hay amor verdadero y durable entre dos pobres de corazón. El pobre encuentra en Dios todo lo que necesita, le renueva su amor, se regocijará en ti y disfrutará de ti con alegría (cf. So 3,16-17). La toma de conciencia de nuestro pecado conduce a la humildad y al arrepentimiento, nunca a la tristeza o al desánimo.

Todo lo hemos recibido de su misericordia como don gratuito, y el pobre de cora- zón lo agradece. El valor de mi persona deriva del hecho de reconocerme como hijo de Dios, amado gratuitamente y necesitado de recibir todo de su misericordia. La falta de humildad impide a Dios colmarnos como quisiera. Espera todo del Señor, apóyate en su generosidad y menos en tus méritos personales. Hagamos lo que tenemos que hacer y confiemos luego totalmente en el Señor.

El niño es feliz de depender y recibirlo todo de la mano generosa de su padre. Por esto debemos glorificar la infinita misericordia de Dios a la que debemos todo. Ponga- mos toda nuestra confianza en Dios y no en mí. La confianza nos conduce al Amor. La pobreza radical que uno reconoce y acepta es un lugar de efusión del Espíritu Santo, pues la fuerza de Dios se perfecciona en la flaqueza (cf. 2 Co 12,9).

Con la pureza de corazón (mencionada en la sexta Bienaventuranza) se relaciona el rechazo a poseer y apropiarse de otro, a toda forma de manipulación y utilización de otro para fines personales. Recibir y aceptar dones del otro tiene que ser libre, no vale quitarlo. Obliga a una constante conversión, a no exigir de otro lo que solo Dios puede darme.

La pobreza de corazón renuncia a todo dominio sobre el otro, y conformarse con esperarle con humildad, mansedumbre y paciencia, sin presionarle ni apropiármelo. Se pueden exigir algunas cosas socialmente en servicio al bien común y el de la persona, pero nunca para satisfacción de nuestras necesidades personales. Servir al otro y no ser- virme del otro, renunciando a todo dominio y superioridad sobre el otro, con espíritu humilde y servicial. Renunciando a todo rencor y deseo de venganza, a nuestra justicia, perdonando las deudas. No queriendo decir la última palabra y querer llevar siempre la razón ante otros.

Pobre es el que pasa oculto a los hombres para ser conocido solo por Dios. Es el que practica la generosidad con otro. Ser pobre comporta alegrías y penas, acogiendo lo que la vida nos da, sin esclavizar el corazón por nada. Los acontecimientos dolorosos se convierten en fuente de gracia aceptándolos. El amor y la fidelidad de Dios es la única riqueza que nada ni nadie podrá quitarnos.

Si no podemos cambiar las circunstancias externas, cambiemos nosotros mismos, aceptando la realidad pasando de la sabiduría humana a la misteriosa sabiduría de Dios. Bienaventurados son los que sin haber visto han creído (Jn 20,29). El ejercicio más alto y fecundo de la libertad no es elegir sino consentir. Aceptando el pasado, confiemos el porvenir a la providencia divina, sin hacer provisiones. Sin inquietarnos por el mal co- metido en el pasado, recomencemos cada mañana a crecer, esperar y amar.



La fe es una forma de pobreza. La esperanza también es aguardar con confianza lo que todavía no tenemos (cf. Rm 8,24-25), mediante la paciencia. Amar es vivir no para sí sino para el otro, respetando la libertad del otro, de forma profunda y pura.

La segunda Bienaventuranza es una promesa de consuelo para los afligidos, del que Dios mismo se encargará. Los que siembran con lágrimas cosechan entre cantares de alegría (Sal 125,5). El Señor trae su recompensa y su premio va por delante (cf. Is 40,10). Aunque una mujer olvidase a su niño de pecho, el Señor no te olvidará (cf. Is 49,15). Como una madre consuela a su hijo, así el Señor nos consolará (cf. Is 66,13). Dios consuela a los humildes (cf. 2 Co 7,6), el Dios de la paciencia y la consolación (cf. Rm 15,4-5; 2 Ts 2,16-17; Ap 21,1-5). La fuente de toda consolación verdadera está en el misterio de la Pasión del Señor, pues gracias a los sufrimientos y a la cruz de Cristo ya no hay ninguna pena ni padecimiento humano que no pueda recibir consuelo y paz, para quien se acerca confiado a Jesús o se deja visitar por él (cf. Hb 2,18; 4,15). El consuelo nace en el seno de la prueba aceptada con fe y vivida en comunión con el Señor. La cruz, cruel y brutal, da paz y tranquilidad a los que la contemplan con fe reconociendo en ella la señal del amor y la fidelidad de Dios.

Las lágrimas del arrepentimiento, invocando al Señor y su misericordia, purifican y liberan mi corazón, y hacen gustar su perdón y su ternura (cf. Lc 7,48.50). Donde se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20). El arrepentimiento consiste en reconocer verdaderamente las faltas y en la voluntad de corregirse. Llorad con los que lloran (cf. Rm 12,15). La compasión se inclina hacia el otro y nos alegra de amar gra- tuitamente. Mayor felicidad hay en dar que en recibir (Hch 20,35). Consolando a los demás queda uno consolado. El don de lágrimas es considerado en Oriente como un preciado carisma, signo de la presencia del Espíritu Santo. Solo quien ha pasado por el sufrimiento puede comprender y consolar a otros. No juzguemos desde fuera, aproxi- mémonos al interior de los que son probados. Dios es fiel y después de la prueba vendrá el tiempo del consuelo y los frutos.

Dios es el verdadero refugio y descanso para quien es probado (cf. 1 Ts 2,7-8). Dios permite que no encontremos en ocasiones apoyo en los demás, para ser él mismo nuestro sostén y contemplando la cruz de Cristo encontrar un camino de consolación. El consuelo es una acción del Espíritu Santo que nos da paz, fuerza y esperanza. Nos aden- tra en la acción de la gracia.

Pero la consolación no es solo para nosotros mismos. Dios quiere que nos convir- tamos en consoladores para todos los que nos necesiten con corazón roto (cf. Ap 5,5).

La mansedumbre es una expresión de amor de las más preciosas y tiene mucha fuerza para atraer y abrir los corazones. Es una cualidad divina porque Dios posee una ternura y una delicadeza superior a todo lo que podamos imaginar, santos y místicos han tenido esta experiencia. Es una característica de la acción del Espíritu Santo, y San Pablo la enumera entre los frutos del Espíritu (Ga 5,23). El corazón de Jesús es manso y hu- milde (cf. Mt 11,28-30). Acudía a él mucha gente por las curaciones que operaba, y



también por su mansedumbre que tocaba y abría los corazones. Con la reprensión de Jesús a los doctores, la gente sencilla encontraba alivio por los desprecios que hacían pesar sobre el pueblo. Mansedumbre de Cristo (2 Co 10,1) y de los elegidos y los que dirigen la Iglesia (cf. 2 Tm 2,25; 1 P 2,23; Col 3,12; Ef 4,2; Rm 13,14). Humildad, mansedumbre y paz son frutos del Espíritu y van juntos. La mansedumbre evangélica no es blandenguería, ni debilidad, ni dejadez. Supone una gran fortaleza interior para resistir a la ira, la pasión y refrenar la violencia en las reacciones; supone una gran va- lentía. El triunfo del mal es provisional, confía en el Señor porque el mal desaparecerá y los mansos poseerán la tierra y gozarán de una gran paz (Sal 36,29.34). Se tiene el derecho y el deber de reaccionar contra la injusticia, pero sin dejarnos invadir por los malos sentimientos (irritarse, resentirse, perder la esperanza, etc.) que pueden hacernos injustos y cómplices de lo que queremos combatir.

La mansedumbre se opone a la dureza, a la amargura, a la rigidez, a la venganza, a la ira. La mansedumbre permite conquistar el corazón humano porque la humildad llena de amor es la fuerza más tremenda de todas y nada se opone a ella. Practicar las Biena- venturanzas conduce a una gran libertad. El pobre se convierte en rey y disfruta de la soberana libertad de ser hijo de Dios. Solo el perdón detiene la propagación y la exten- sión del mal. La lucha interior consiste en oponernos no al otro sino a lo que dentro de nosotros puede convertirse en violencia contra el otro. Y es mejor soportar el mal que cometerlo. La caridad pone término al mal, y solo el exceso de amor salva el mundo. Mansedumbre es dominar la ira. Defender a los pequeños o la santidad del Templo no es ira. Dios se enfada no para protegerse sino para proteger al hombre de él mismo. Las iras silenciadas o guardadas son destructoras. La ley es útil pero lo que salva al mundo es la misericordia de Dios. Someter nuestras iras a la luz de Dios para gestionarlas de modo realista, legítimo, a mi alcance, pacífico, responsable. El manso sabe sufrir al pró- jimo y a sí mismo. Las causas del endurecimiento del corazón son el orgullo, la falta de fe, el apego al dinero, los sufrimientos no aceptados, la falta de confianza en Dios.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. La justicia es una cualidad divina, pues el Señor es justo en todos sus caminos, misericordioso en todas sus acciones (cf. Sal 144,17). Ser justo significa ser fiel, que su amor no podrá nunca decepcionarnos, que tiene en cuenta nuestras limitaciones y nuestra buena voluntad. La justicia designa el acto gratuito por el que Dios concede su gracia al pecador para transformarlo y reves- tirlo de su santidad. El hombre justo tiene una verdadera relación con Dios y practica con amor la ley del Señor, quien responde plenamente a lo que Dios espera de él: la justicia no es más que la santidad. Hay una unión profunda entre la verdad de la relación don de Dios y la justicia con el prójimo. Lo que agrada al Señor es romper las cadenas de la iniquidad, soltar las ataduras del yugo, dejar libres a los oprimidos, y quebrar todo yugo (cf. Is 58,6). Lo que hagamos o dejemos de hacer al más pequeño de nuestros hermanos, es a Él a quien lo habremos hecho o dejado de hacer, según el evangelio de San Mateo 25.



El hambre y sed de justicia no es más que un verdadero deseo de santidad, amor a Dios y al prójimo, con un sincero deseo de conversión, ser como la piedra que se deja tallar por el cantero para estar lisa y pulida y ajustarse bien al edificio a que está desti- nada. Sed de justicia es sed de dejarse ajustar a Dios y a los demás, lo que exige consentir a veces un trabajo doloroso.

La justicia es un deseo ardiente de que Dios nos salve a todos, es la obra divina de salvación en favor del hombre, como las bodas entre el Esposo y la esposa, quien quiera tome gratis el agua de la vida (cf. Is 61,10-11; 62,3-5; Ap 22,17). Supone un compro- miso en el anuncio del Evangelio y la transformación de la sociedad, de acuerdo con la vocación de cada uno. Implica una perseverancia en la oración, no dejar a Dios reposo hasta que cumpla sus promesas (cf. Is 62,1.6; Lc 18,7-8). Dios mismo nos pide que no le dejemos en paz hasta que sus promesas de salvación se realicen del todo. Pedir a Dios que haga justicia no es pedir que castigue a los que nos perjudican, sino que apresure nuestra conversión personal transformando mi corazón de amor por ti y por el prójimo.

Las personas que más progresan en la vida espiritual no suelen ser las más virtuosas o más dotadas sino las que tienen más exigencia de verdad sobre ellas mismas y ponen medios concretos por estar en verdad ante Dios, con oración, con examen, confrontación de la propia vida con la Escritura, con acompañamiento espiritual, con tiempos de retiro, etc. Esto enseña a no negarnos a poner nuestras heridas y faltas ante la mirada de Dios. Solo la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32), pues el que no recoge con Jesús desparrama (cf. Mt 12,30).

Dichoso el que su deseo más profundo no es una ambición humana, sino el que tiene deseo de santidad, de agradar a Dios y al prójimo con todo su corazón. Sus deseos serán concedidos y colmados. Unificar el deseo del alma con el deseo y voluntad de Dios; que el fundamento de mi deseo no sea mi confianza en mí sino en la misericordia de Dios, hasta esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).

Es Dios quien con su mirada nos hará dignos y nos revestirá de belleza. Su sed es de amor, de salvar almas. Cuanto más vayamos a beber de la fuente del corazón de Dios, más nos convertiremos en fuente para los demás (cf. Jn 7,37-38; Lc 9,13). Dios sufre cuando su amor es despreciado (cf. Jr 2,13; Os 11,1-2; Mt 23,37), porque es la mayor injusticia y la raíz de todas las injusticias (cf. Sal 118,136). Tener hambre y sed de jus- ticia es desear ardientemente que Dios sea más conocido y amado, es querer responder a la ingratitud de los hombres con un crecimiento en amor, acoger a Dios por todos los que no le acogen, amarle por todos los que no le aman, confiar en él por todos los que no esperan en Él.

Bienaventurados los misericordiosos. La recompensa que se promete es idéntica a lo que se pide practicar (cf. Ef 4,32; Lc 6,37-38). Cerrar el corazón al hermano es ce- rrarlo a Dios y a su gracia. Abrirlo al hermano es abrirlo a Dios y la abundancia de sus bendiciones. Todo bien que haga será devuelto en vida y bendición, y todo mal que haga se volverá contra mí. Cuanto más misericordioso sea yo con mi hermano, más lo será



Dios conmigo. Jesús insiste en la relación esencial entre el perdón recibido de Dios y el perdón concedido al prójimo. Misericordia es perdón, bondad, amor, benevolencia, pa- ciencia, soportarse unos a otros. Sin perdón el mal no deja de multiplicarse, perdonar pone fin a la propagación del mal. El perdón procede del corazón misericordioso del Padre, y nosotros solo podemos hacerlo acogiendo su amor en nuestro corazón, la gracia del perdón. Dios es capaz de curar todas las heridas. Negarse a perdonar es desesperar de la posible conversión del que nos ha herido. No te dejes vencer por el mal, al contrario, vence el mal con el bien (cf. Rm 12,21). Cada acto de misericordia prepara un nuevo Pentecostés, adelantamos el reino de Dios, de la efusión de amor que transformará los corazones de todos los hombres. Perdonar hace bien a la persona que perdono, pero más bien me hace a mí. Perdonar las deudas es recuperar la libertad, hacer el bien de modo gratuito no aliena nuestra libertad.

Hay que superar la lógica del intercambio para entrar en la economía del don gra- tuito pues ésta permite crecer en el amor y alcanzar la verdadera felicidad, la única que perdurará en el Reino pues la única regla será el amor. Pensar que nadie me debe nada, es mejor presentarle la otra mejilla (cf. Mt 5, 39-41). No se puede amar al otro sin re- nunciar a todo intento de controlarle, manipularlo, y pretender cualquier derecho sobre él. Dios devuelve multiplicado por cien lo que perdonemos por él. Nadie me debe nada, ni los que me han hecho mal porque los he perdonado, ni a los que he hecho bien porque quiero amarlos gratuitamente. Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discí- pulo mío. Hay más felicidad en dar que en recibir. La justicia que no va acompañada de misericordia, acaba siendo injusta. Perdonar requiere humildad, renunciar a todo domi- nio sobre el otro. El que ama a su prójimo ha cumplido plenamente la Ley (Rm 13,8). Así es como el Reino estará en medio de vosotros. Rompiendo todo lo que supone carga para los demás, pues seremos tratados como tratamos a los demás.

La pureza o la impureza no están en las cosas sino en la mirada que ponemos en ellas. La vida eterna está en que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero (cf. Jn 17,3). Jesús habla de la pureza del corazón, que requiere rectitud, simplicidad, estar vuelto hacia Dios y no hacia sí mismo, unidad, estar decidido por Dios. Los labios puros invo- can, alaban y bendicen a Dios, los impuros dan culto a los ídolos. Un corazón puro no utiliza a otro, no le hace objeto. La cima de la pureza del corazón es práctica la miseri- cordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios, bienaventu- rados los que ven a Dios porque guardarán puro su corazón.

Las Bienaventuranzas indican el verdadero camino de la pacificación interior. La paz es una promesa de Jesús (cf. Jn 14,27; 16,33). Dios está en la paz, solo un corazón en paz puede amar verdaderamente. Los pacíficos serán llamados hijos de Dios. Jesús no permite que los que le siguen carezcan de paz y descanso del corazón. Que nuestro corazón pacificado se convierta en lugar de descanso para nuestros hermanos.



Aceptar la persecución como una gracia. La persecución a causa de Cristo supone acoger el sufrimiento de Cristo como una dicha. El demonio no soporta la elección de Israel ni la fundación de la Iglesia, ni la misericordia divina para salvar a los hombres.


Mariano Ruiz Espejo Universidad Católica San Antonio de Murcia


José Antonio SÁNCHEZ ORTIZ, El Valor de la humanidad de Jesucristo. Clave de la interpretación del Concilio de Calcedonia en algunas cristologías del siglo XX. Roma, Centro Liturgico Vinzencianoo – Edizioni Liturgiche, 2019, 21 x 15 cm, 597pp. ISBN: 978-88-7367-248-7.


El libro que reseñamos a continuación es el resultado de la defensa y aprobación de una tesis doctoral sobre la interpretación del Concilio de Calcedonia en la teología del siglo XX, con especial énfasis en el valor de la humanidad de Jesucristo y en la hermenéutica conciliar, en el que se repasan autores como Schleiermacher, Barth, K. Rahner, B. Sesboüé y la Comisión Teológica Internacional. La tesis fue defendida en la Universidad Pontificia Comillas en 2018, siendo el director, el profesor Gabino Uríbarri Bilbao y estando presentes en el tribunal los profesores Ángel Cordovilla Pérez (presid.), Pedro Rodríguez Panizo (secret.), el propio director Gabino Uríbarri Bilbao (voc.), Eloy Bueno de la Fuente (voc.) y José Vidal Taléns (voc.). La solvencia del director y el rigor académico del tribunal d ela tesis que estáen la base del libro ya hace sospechar de la profundidad del abordaje de la obra y nos hace comprender que la Editorial Vincenciana acogiera su publicación. Así que a priori, y a pesar de ser una obra de estudio, el libro llama a su lectura al estudioso de la teología y especialmente al de teología sistemática o dogmática. También, y es le caso, al historiador de la teología, toda vez que el estudio se centra efectivamente en determinar el juego de la perspectiva sincrónica y diacrónica de la cristología, suponiendo no solo una presentación de los textos y autores en torno a los tiempos del concilio de Calcedonia (451), sino a su lectura e interpretación historio- gráfica y teológica de la proyección de su teología: “Para hacer cristología con solvencia hoy en día –inicia Gabino Uríbarri Bilbao en la “Prólogo” (pp. 5-6)–, uno de sus requi- sitos indispensables consiste en un buen conocimiento de la historia del dogma cristo- lógico, en particular del contenido, el significado y el alcance del Concilio de Calcedo- nia y de su fórmula dogmática” (p. 5). Y a esta tarea, cuasi propedéutica, se empeña el autor en la obra presente.

Efectivamente, como bien sabemos la cuestión cristológica en Calcedonia pasa por elucidar definitivamente la cuestión planteada por el archimandrita de Constantinopla, Eutiques conocida como monofisismo, definiendo dogmáticamente “el misterio de la doble condición de Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre: «una persona en