identidad de Jesús, sobre todo su condición humana, y enfocar la cristología de tal ma- nera que se eviten los posibles peligros de neo-monofisismo y de neo-nestorianismo. Y para esto Caledonia siempre será el punto de partida ineludible” (p. 534.). Concluye la obra con unos pedagógicos “Anexos” que sirven de lectura del texto (pp. 535-555) y una cuidada “Bibliografía” (pp. 557-597).

No podemos sino felicitar al autor por su reflexión, que invita a los teólogos a rea- lizar desde esta lectura la apuesta de la presencia actual del discurso cristológico y de las definiciones dogmáticas. Es verdad que se podría el lector preguntar el porqué de ciertas elecciones en autores y el olvido de otras, pero el propio autor en los límites del trabajo (p. 24) ya lo advertía y lo justificaba y a quien escribe estas líneas le ha conven- cido.


Manuel Lázaro Pulido UNED – UCP/CEFi


Robert SPAEMANN, Meditaciones de un Cristiano II. Sobre los Salmos 52- 150. Madrid, BAC, 2017, 20 x 13 cm, 312 pp., ISBN: 978-84-220-1997-8. Trad.

Fernando Simón Yarza. Obra completa 2 vols. 978-84-220-1815-5.


Entre las explicaciones que da el autor de este libro me llama la atención su distin- ción entre estudio y oración, que para él no son lo mismo porque la reflexión solo merece la pena cuando prepara una nueva inmediatez, unas buenas obras que dicha reflexión ha propiciado.

Robert Spaemann, su autor, ha sido profesor universitario de Filosofía en las uni- versidades de Stuttgart hasta 1968, Heidelberg hasta 1972, y Múnich hasta su jubilación en 1992. Está considerado como uno de los grandes filósofos alemanes contemporáneos y falleció el lunes 10 de diciembre de 2018 en Stuttgart. Tenía 91 años. El presente artículo lo estaba redactando cuando tuve conocimiento de su fallecimiento. De padres conversos, su padre, al enviudar, se ordenó sacerdote católico. Asesor personal del Papa San Juan Pablo II y amigo del Papa Benedicto XVI, hoy Papa emérito, que le invitó a su residencia de Castelgandolfo en septiembre de 2006 y donde Spaemann habló de la relación entre ciencia y fe. Un mérito de este filósofo es saber compaginar y converger la razón y la fe en su pensamiento, haciendo gala de que él era un filósofo católico y deshaciendo los moldes de otros que quisieron encasillarle superficialmente como filó- sofo de izquierdas o de derechas.

El presente libro (Spaemann, 2017) es una continuación de otro del mismo autor (Meditaciones de un Cristiano. Sobre los Salmos 1-51. Madrid: BAC, 2015) y de la



misma editorial, Biblioteca de Autores Cristianos, que tiene una trayectoria de unos 75 años ofreciendo obras para conocer mejor las fuentes del cristianismo.

La clave de comprensión de los Salmos en este libro la debemos, según el autor, a Jesús y a los Apóstoles, pues Jesús reza diciendo salmos y nos hace ver que sus palabras proféticas se refieren a Él claramente.

En lo que sigue voy a expresar algunas de estas meditaciones del autor del libro en una selección de salmos concretos elegidos de entre ellos, aunque me permito la libertad de expresarlo con mis propias palabras y sin intención de desfigurar el sentido de las palabras originales del autor de las “Meditaciones de un Cristiano II” que comentamos.

El Salmo 61, primero entre los que comento, es visto por el autor de este libro como un ejemplo del orante desde el confín de la tierra en que nos encontramos. Aunque Dios sabe todo lo que necesitamos, Jesús nos enseña que hemos de pedirle con oración insis- tente porque la oración no es como un interruptor que pone en marcha un automatismo. Pero buscando su refugio, la seguridad al amparo de sus alas, el orante no tiene que buscar seguridad fuera de su lugar en donde está para poder permanecer “eternamente” en esta seguridad.

El peligro de salir de esta seguridad solo puede provenir de nosotros mismos. El que teme al Señor no deja que las amenazas ni las seducciones terrenas desestabilicen sus coordenadas sobre lo que importa y lo que no importa. El orante no se desvincula de su pertenencia al pueblo de Dios, ni su santidad la desvincula de la santidad del Rey, del Mesías del que el arcángel Gabriel en la Anunciación dijo que “su reino no tendrá fin”. El orante cristiano ya no tendrá que pedir por este Rey, Jesucristo, pero sí por la venida de este Reino, como hacemos en el rezo del Padrenuestro.

En el Salmo 73, el autor de estas Meditaciones nos hace ver que el creyente vive como partido entre dos mundos, por un lado, el mundo que Dios quiere de gran bondad para Israel y para todos los hombres de puro corazón, y por otro casi doy un mal paso, por poco resbalo mis pisadas. Dos lugares de encuentro de ambos mundos son el pueblo de Dios y el corazón puro del hombre. Israel es el lugar visible de la presencia de Dios, y su templo. Templo que Jesús dice poder reconstruirlo en tres días (Jn 2,19) y donde el pueblo de Dios se encuentra para invocar a su Espíritu Santo.

Jesús explica en las bienaventuranzas que los limpios de corazón verán a Dios (Mt 5,8). El que tiene el corazón puro es el verdadero israelita para Jesús, el que, sin doblez ni engaño, sin vanidad ni envidia está abierto a la verdad. El hombre experimenta el señorío de la injusticia. Los injustos se mofan de los que creen que ser feliz y ser digno de ser feliz van unidos en la vida eterna. La liberación se produce con la entrada en el templo, donde habita el mundo divino y la comunión de los santos. El templo de piedra pasará, pero el Templo resucitado que es el Cuerpo de Cristo está construido de piedras vivas. El orante iba con lágrimas y vuelve con júbilo, como dice el Salmo 126. No ha cometido traición, sino que ha llegado al santuario. Para el mundo trastornado el último



término se revela como irreal, fraude, engaño, sueño que se desvanece al despertar. Pero para el creyente el término se revela como las verdaderas relaciones.

Si todos tenemos que morir, piadosos e impíos, la muerte no supone lo mismo para unos y para otros. Recibimiento en la gloria para unos y ruina para otros. Una confiada esperanza para unos y un mundo de apariencias para otros. Aunque mi cuerpo y mi corazón se consumen, Dios es mi lote perpetuo y yo permanezco siempre junto a ti. Tú me sostienes a tu diestra, es lo que me alegra: mi felicidad es estar con Dios. El mensaje de que “aniquilas a los que te abandonan sin confianza”, “el camino de los impíos acaba mal” y “son como paja que arrebata el viento” es un acto de amor para los que no creen que Dios existe y los ama para que no corran a ciegas hacia la perdición.

Del Salmo 82 el autor indica que Jesús se refiere a este salmo cuando sus adversa- rios se escandalizan de su pretensión de ser el Hijo de Dios. En la ley está escrito que “sois dioses” (Jn 10,34). Es Dios quien lo dice, el Autor de la divinidad de los dioses. Es Él quien les retira la cualidad de inmortales, Él, Jesús, quita a los dioses la divinidad porque gobiernan injustamente. Él es Juez. Los dioses buenos se convierten en ángeles, en mensajeros de su Creador; los malos en demonios, en mensajeros y servidores de Satanás que tratan hasta el último momento de arrastrar a los hombres hacia su destino infernal.

La insubordinación es causa del destronamiento de los “poderes y fuerzas”. Utili- zan el poder para prevaricar, no dicen el derecho, no subvienen al débil en su derecho, sino que se unen a los poderosos. No dotan de fuerza al derecho, sino que dejan que la fuerza decida en lo que consiste el derecho. Siembran la duda de la omnipotencia y justicia de Dios.

El Reino de Dios es el Reino de la vida y del bien, pero, según el autor del libro, toda forma de bien está abandonada a la muerte. La fe nos enseña que al final el Reino de la vida triunfa y que la victoria se produjo cuando el Autor de la vida murió e hizo estallar las puertas del infierno: “Ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera” dice Cristo antes de su pasión y muerte (Jn 16,11). Las victorias del Anticristo son pí- rricas. En el silencio de la mañana pascual la muerte no tiene ya ningún poder. Los poderes mundanos son llevados a juicio y todos los pueblos serán herencia de Dios.

El Salmo 90 es el único atribuido a Moisés y expresa la condición humana en el tiempo y la eternidad, la culpa y la transitoriedad, la ira y el amor de Dios. Comienza reconociendo que el Señor ha sido nuestro refugio de generación en generación. El re- fugio supone la existencia de un peligro o una amenaza. El orante que busca refugio en Dios lo encuentra, solo Él puede salvarnos de la muerte, por ser Creador. Él es desde siempre y por siempre.

El autor del libro dice que quien se sustrae al Amor cae en las tinieblas. Dijo Jesús que “si tu ojo está iluminado, tu cuerpo entero tendrá luz” (Mt 6,22; Lc 11,34).



También elogia la alegría como júbilo al saciarnos de la misericordia divina, que sacia antes de comer nada, que bendice dándonos prosperidad. La alegría por la vida es más importante que la salud, pues sin aquella la salud no sirve para nada.

La fe vive y se transmite de contárselo a otros. La crisis de fe de nuestro tiempo está causada porque los creyentes han dejado de transmitir con vigor el mensaje a los hijos y lo han dejado de testimoniar con su modo de vida. El testimonio consiste en que “el amor y el bien” es poderoso. Transmitir la fe es transmitir el conocimiento de que Dios es lo más importante en absoluto, pues de otro modo no es Dios.

Salmo 103. El hombre puede exhortarse a sí mismo a algo, por ejemplo, a alabar al Señor. El elogio del maestro a su discípulo hace referencia a algunos trabajos o conduc- tas que han sido bien realizadas. La alabanza no alude a un fundamento anónimo del mundo sino a Dios, que se ha revelado a su pueblo Israel y se ha hecho accesible con ese nombre.

El orante se dirige a su alma porque puede ser olvidada y se acuerda de los favores de Dios. El agradecimiento del creyente “siempre y en todo lugar” presupone un cambio de perspectiva, pues Dios hace que todas las cosas sucedan para bien de los que le aman (Rom 8,28). Una perspectiva que nos permite ver nuestra vida como regalo idéntico con el que lo recibe. La vida es nuestra existencia. Para Jesús la salvación del cuerpo va unida a la salvación del alma, y el perdón constituye una resurrección. Dios se ha reve- lado a través de sus obras de misericordia y con Moisés ha indicado el camino de la vida. El favor del Señor se halla sobre los que le temen, dice el Salmo. Por ellos siente Dios ternura como un padre por sus hijos. La salud corporal y espiritual no son una capacidad excepcional sino el estado de los que perciben y respetan el verdadero orden de las cosas. Este orden fue anunciado por Moisés, y por Dios en el monte Tabor cuando

dice de Jesús: “este es mi Hijo amado. Escuchadle” (Mt 17,1-8).

El restablecimiento de la Alianza por el perdón de los pecados. Los pecados ya no son al ser perdonados por Dios, el perdón de Dios es nueva creación, “renacimiento”. El perdón divino es así por la debilidad del hombre. Su debilidad es el fundamento de la misericordia de Dios. La negación de esta debilidad, la soberbia, es un pecado original, y la humildad la madre de las virtudes.

Los ángeles no son débiles sino ejecutores fiables de la voluntad divina. Su tarea es la alabanza a Dios. “Nada se anteponga al servicio de Dios” decía san Benito (Regla de san Benito, 43,3), poniendo a los monjes al lado de los ángeles. Los ángeles custodios están viendo siempre el rostro del Padre celestial (Mt 18,10) y los ángeles cantan sin cesar “Santo, Santo, Santo es el Señor. Dios del Universo” como rezamos en la plegaria Eucarística.

Salmo 111. La alabanza constituye la dedicación más elevada del hombre, sobre todas las criaturas y lo pone al nivel de los espíritus creados. Este salmo contiene los motivos esenciales de la alabanza cristiana, de todo corazón, en el consejo de los piado- sos y en la gran asamblea. Oración personal y eclesial son alabanza cristiana. Amar a



Dios con todo el corazón, con todo el ánimo y con todas las fuerzas (Dt 6,5; 30,6; Jos 22,5; Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27).

El verdadero orante al que nos unimos es Cristo. A los que no están convencidos de su palabra, Jesús les dice: “si al menos creyeseis en mis obras” (Jn 14,11). Dios es reconocido por quien le ama. El actuar de Dios se caracteriza por “gloria”, “grandeza” y “justicia”. “Su justicia permanece eternamente”, en la fidelidad de Dios a su Alianza. Dios no es arbitrario sino del orden. La justicia humana no es justa, por eso en ella puede y debe reinar la justicia como propiedad divina que da a cada uno lo suyo en sentido absoluto.

La clemencia y la misericordia de Dios son cualidades relativas al mundo caído, que Dios no abandona a sí mismo sino que pone manos a la obra de traerlo a casa de nuevo. Esta obra comienza con la Alianza que sella con su pueblo al que se revela. Es una memoria colectiva. Alianza del Sinaí, Alianza nueva y eterna del Pan de vida y el Cáliz de eterna alianza.

El salmo dice que Dios “anunció a su pueblo el poder de sus obras”. Jesucristo es el camino para todos los hombres, y la fe cristiana ha de tener capacidad de conciliar consigo la sabiduría de todos los tiempos y lugares. La Alianza de Dios participa de la inmutabilidad y eternidad de Dios, y da al hombre una seguridad que no se debe a sí mismo. Un pueblo santo segregado de la humanidad, un arca de Noé de los salvados del diluvio, que no deben temer a los que matan únicamente el cuerpo. Temer a Dios es el comienzo de la sabiduría. La plenitud de la sabiduría es el amor (1 Jn 4,18). El buen ladrón, que fue el primer hombre que entró con Jesús en el Paraíso, dijo a su compañero de padecimientos que se burlaba de Jesús: “¿acaso no temes a Dios?”.

Salmo 122. La alegría de ir a la casa del Señor es una gran alegría, como cuando vamos a la Jerusalén celestial, nuestro corazón saltaba de alegría. Un orante se alegra de estar en la ciudad, el amor de todo israelita. Jesús explicó que “donde dos o tres se reúnen en mi nombre” (Mt 18,20) allí está Él en medio de vosotros. Dijo a la samaritana que no se adorará a Dios ni en el monte Sión ni en el monte Garizín, sino “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Cantar “¡qué alegría cuando me dijeron: ‘vamos a la casa del Señor’!” es apropiada para la entrada de la Misa de cada domingo.

El autor nos dice que Dios no está en ningún lugar espacial, se nos hace experi- mentable “aquí” más que “allí”. Se nos hizo experimentable en Cristo, desde el vientre de su Madre hasta su muerte y Resurrección, apareciéndose en diversos lugares. Dios se aparece a Abrahán en el monte Moria al pretender sacrificar a su hijo y le es impedido (Gn 22,1-19). Sobre este monte Salomón edificó su templo (2 Crón 3,1). Dios se aparece a Jacob y le renueva la promesa que hizo a su abuelo Abrahán.

Toda iglesia consagrada, especialmente cuando aloja un sagrario, constituye un lu- gar donde los ángeles suben y bajan.

Esta encarnación de la Jerusalén celestial se distingue por los “tronos de la justicia” del palacio de David. Estos tronos son los confesionarios en las iglesias católicas donde



se pronuncia el derecho, se dicta sentencia y se concede el indulto sobre la base del hecho que pagó la culpa. Son los tronos de David, como el oficio regio de juez que restaura el orden cósmico.

El salmo celebra la Jerusalén celestial y pide para ella la paz. Quien ama a Dios, ama a la Iglesia de Dios. Que vivan seguros en ti, Jerusalén celestial, los que te aman, haya paz dentro de tus muros.

Salmo 130. Este es uno de los siete salmos penitenciales, una oración desde la ne- cesidad profunda. De la profundidad nadie puede salir por sus propias fuerzas, y de esta profundidad distante de Dios el orante implora auxilio, que su fuerte clamor sea oído. La necesidad consiste en el alejamiento de Dios y para eliminar esa necesidad el orante tiene que ser oído por Dios revocando esa lejanía.

La causa de la lejanía de Dios son los pecados que nos mantienen en lo profundo. El orante no se atreve a pedir perdón. No podemos arrepentirnos adecuadamente de nuestros pecados, en esto consiste la profundidad. La atención del oído de Dios, el per- dón y la penitencia son una misma cosa. El don del arrepentimiento supone ya el signo y la consecuencia del perdón.

“¿Quién podrá resistir ante ti?”, obviamente nadie. “En ti está el perdón”. Acercarse a Dios significa obtener el perdón de todos los pecados. Pero acercarse a Dios solo es posible por Dios.

El temor de Dios reverencial es al que Jesús se refiere cuando dice “temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10,28). Dios es en quien se decide todo, la felicidad y la desdicha. El buen ladrón pide a Dios que se acuerde de él cuando esté en su Reino y no de sus pecados (Lc 23,42).

El orante del salmo espera en el perdón, en la palabra de Dios como en la esperanza de la salida del sol por la mañana que el centinela aguarda después de una noche en vela. En la Iglesia, la palabra de Dios se hace audible y se pronuncia con fuerza y eficacia: “Yo te absuelvo de tus pecados” en el sacramento de la confesión.

Salmo 139. El presente salmo es comentado por el autor en dos meditaciones. En la segunda de ellas el autor escribe que san Pablo dice que “no soy consciente de ninguna culpa, pero no por ello quedo justificado. Quien me juzga es el Señor” (1 Cor 4,4). Según esto el Señor puede condenarnos mientras nosotros nos absolvemos, y puede absolver- nos donde nosotros nos condenamos. San Juan lo dice así: “si nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón, y conoce todo” (1 Jn 3,20). Dios conoce todo y al final triunfa la verdad, y someterse sin condiciones a la verdad significa convertirse y ser indultado. Cristo por su sacrificio posibilita al Padre perdonar al pecador penitente y acogerlo de nuevo en la casa paterna.

La omnipresencia de Dios se continúa con su omnisciencia. Dios no solo conoce el mundo y lo que ocurre en él. Me conoce como si fuera lo más importante para Él, de manera completamente singular, en mi pasado y en mi futuro. Ve todo cuanto acaece antes de que haya acaecido.



La omnisciencia de Dios es solo un aspecto de su omnipotencia, que es idéntica con su bondad y su benevolencia infinita. Para Dios no puede haber ningún motivo para no ser bueno. Mi beneficio se identifica con su beneficio. Conoce el mundo desde dentro y desde fuera. El mal es ausencia de bien.

El cumplimiento de la Escritura no supone el fin de la historia de la Salvación, sino que sus profecías muestran que lo que ocurre no cae fuera del conocimiento anticipado de Dios ni de su voluntad salvífica. Dios me conoce por dentro y por fuera porque me ha creado y sus ojos veían como me iba formando en el seno materno.

El futuro abierto constituye la condición de nuestra libertad. Para Dios no existe ninguna posibilidad no realizada. En el Apocalipsis se habla del Cordero degollado desde la creación del mundo (Ap 13,8), entreviéndose que el sacrificio de la Cruz en el Gólgota constituye una realidad eterna, lo mismo que la Resurrección y la segunda ve- nida de Cristo en el último día. Dios puede escuchar “ayer” mi oración de hoy, porque su vida es un eterno hoy.

La Resurrección de Cristo nos muestra que Dios no le ha abandonado, sino que Él nunca estuvo solo, pues “despiertos o dormidos, vivimos en el Señor” (1 Tes 5,10). Cristo puede decir “amad a vuestros enemigos” (Mc 5,44; Lc 6,27), sin ser indiferente ante la impiedad. Como dice san Agustín, “odiar al pecado, amar al pecador”. El orante del salmo se dirige a Dios y le dice que mire si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno.

Salmo 149. Las oraciones litúrgicas precisan de una doble actualización, de la acús- tica y de transformarse en oraciones por la apropiación interior. Los salmos dicen más de lo que los salmistas tenían en mente, son textos proféticos. Para el cristiano la apro- piación de los salmos es según lo revelado por Cristo, el salmo deviene en un “cántico nuevo”.

El canto comunitario es “oración objetivada”, no expresa el ánimo momentáneo de un orante sino la expresión de una situación objetiva: “que se alegre Israel por su Crea- dor, los hijos de Sión por su Rey”, es la causa de la alegría objetiva de Israel. Israel debe su existencia a su vocación, que es la promesa hecha a Abrahán de un gran pueblo y que precede a la existencia de este pueblo.

Nosotros no podemos ser de utilidad a Dios ni añadir nada a su felicidad, pero sí podemos comportarnos haciendo presente su belleza. El no creyente no comprende los movimientos del baile de los creyentes o los percibe como extraños o indignos. Los pequeños comprenden la expresión despreocupada de la alegría en Dios, este reconoci- miento es para David más importante que el favor de sus pares.

Toda afirmación entraña una negación a un no. ¿Cómo acallar al enemigo y al re- belde? Por la boca de los pequeños y de los niños de pecho (Sal 8,3). Tenemos que hacernos como niños para entrar en el reino de los cielos, como dice Cristo (Mt 18,3). “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” (Mt 5,6).



Es la voluntad de Dios la que constituye la pauta de todos, y los poderes del mal quedan definitivamente atados en “cadenas de hierro”.

Para el que está a medio convertir, la servidumbre bajo Dios tiene carácter de ca- denas de hierro, pero se transforman en cadenas de oro para quien empieza a amar a Dios, como indica san Agustín en su libro (Confesiones, VIII, 5). Por la muerte de Je- sucristo, la muerte ha sido encadenada por mil años para júbilo de los piadosos (Ap 20,2.7). Ahí fue ejecutada la sentencia de los pueblos, en el Gólgota. Y aquel que recibió la ejecución está por ello autorizado a perdonar. ¡Aleluya!


Mariano Ruiz Espejo Universidad Católica San Antonio de Murcia


Cristóbal de VILLALÓN. Tratado de cambios y reprobación de usura. In- troducción de Mª Idoya Zorroza, Texto y notas de Carlos Veci y Mª Idoya Zo- rroza. Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra (Cua- dernos de Pensamiento Español), 2017. 24 x 17 cm. 130 pp. ISBN: 978-84-

8081-567-3.


El presente libro ofrece una edición de uno de esos textos sorprendentes, mucho menos conocidos que los “clásicos” del siglo XV-XVI (Madrigal, Vitoria, Soto, Bá- ñez…) pero igualmente textos ineludibles para entender las muchas aristas de la riqueza intelectual de este periodo que se conoce por su proyección y su influencia en los estu- dios teológicos, filosóficos, éticos, jurídicos y también –por lo que refiere a este texto–, económicos. Cristóbal de Villalón, un ejemplo claro “de hombre renacentista: formado intelectualmente (como gramático y teólogo)”, entre Alcalá y Salamanca, es además, un autor polifacético. Sus escritos van desde la gramática y la retórica (los diálogos Trage- dia de Mirrha, Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, El Crotalón, Gramática Castellana) hasta los más filo- sóficos (El Scholástico) o teológicos (Exhortación a la confesión), aunque todavía po- drían quedar algunas dudas en las obras que se le atribuyen si se tratara de un homónimo. La obra que se publica en este libro es un tratado dedicado a moral económica, el Provechoso tratado de cambios y contrataciones de mercaderes y reprobación de usura (1541-1546). No se trata de una edición crítica, aunque sí hace el esfuerzo de incorporar las modificaciones más significativas que el autor introdujo en las tres versiones que hizo de la obra (Valladolid, 1541; Valladolid, 1542, y Valladolid, 1546). En ella el autor da respuesta a las dudas más significativas que surgen de la cada vez más incrementada y compleja actividad económica que se vivía en España a comienzos del siglo XVI, y que son signo de un claro cambio epocal: del modelo medieval y feudal al modelo pre- capitalista, especialmente en un mundo que ha roto los límites y se ha abierto a un